sábado, 10 de noviembre de 2012

MONUMENTO


Rafael era una persona cruel y no se lamentaba de reconocerlo, desde su infancia se intereso en la muerte; especialmente en la cruel y dolorosa. Se recordaba echándoles sal a los gusanos, quemando hormiguero o echando ranas al agua hirviendo. Cuando creció un poco también lo hicieron sus victimas: apedreando pajarillos, amarrando rocas a los gatos para echarlos al rio y en una ocasión particularmente memorable prendiendo fuego a un galpón con 500 gallinas.

Finalmente se hizo adolescente y su perversa curiosidad alcanzo un nuevo nivel: el hambre. Compró y adoptó al menos una docena de gatos con el propósito de averiguar cuanto tardarían en morir de hambre. Pero los gatos son inteligentes, y tras unas dos semanas huían, encontraban la manera de roer sus cadenas, o se volvían tan flacos que sencillamente salían entre los barrotes de las jaulas.
Esta frustración sólo hacia que su cruel mente maquinara peores destinos para los próximos visitantes de su casa del dolor. Se mudó a una casa alejada en mitad del campo, sin muchas ventanas y sólo una puerta de entrada y salida. Tendría todo el control sobre su nuevo huésped.

En uno de sus viajes al pueblo más cercano vio lo que una vez fuera el hombre más rico del pueblo y su perro de extraña raza. El hombre había caído en desgracia y ahora sólo lo acompañaba el gran perro. La cara de Rafael se ilumino de inmediato, le ofreció una suma considerable de dinero al hombre por el perro y le dio su palabra de encargarse de él. El hombre rico no tenía más opción, besó a su fiel compañero en la cabeza y le susurro algo al oído. “Se llama Monumento” dijo el hombre antes de perderse en la multitud. El perro, era grande como un becerro y debía pesar casi lo mismo, tenía patas largas y pesuñas anchas como platos, un hocico largo, de pelaje gris oscuro y con orejas erguidas que se movían al más mínimo sonido. Era exactamente lo que Rafael necesitaba. La condición del perro le garantizaba largos y numerosos días de hambruna para el animal.

Ya en la casa, el animal se paseaba por los largos pasillos, olfateaba cada puerta y rasguñaba el piso en búsqueda de comida. Para el día 8 lanzaba aterradores aullidos, y se mostraba ansioso, arrastraba su plato de agua en busca de comida y comía pequeños insectos que se arrastraban por los rincones de la casa. Rafael no cabía en si de la dicha, la angustia del animal le llenaba de regocijo. En el día 17, Rafael no sabia que esperar, ningún animal había llegado tan lejos, y el tamaño del perro le impedía escapar. En lo que a él concernía, sólo tenia que esperar el final que llevaba esperando.

 Pero esa noche un bramido, y una respiración caliente y húmeda, irrumpieron en su sueño. Al abrir los ojos se encontró con la mirada brillante del perro y una centelleante hilera de colmillos que brillaban a la luz de la luna. El miedo lo impulsó lejos de la cama, donde el perro sujetaba y desgarraba la almohada en la que segundos antes reposaba su cabeza. El perro lo persiguió fuera de la habitación, con sus largas uñas chocando contra el piso de madera, los aullidos agudos y la mirada enloquecida por el hambre. Rafael cerro con fuerza la puerta de la cocina pero el cuerpo del animal descolgó la puerta de su marco y en un salto espectacular cerro la única salida de Rafael, por lo que no tubo mas opciones que encerrarse en el armario de las escobas. Mientras el animal bufaba y rasguñaba la puerta de metal, Rafael no tenía más opción que esperar que se cansara antes de poder salir.

Llego la mañana y de nuevo llego la noche, cuando creía que el animal se había ido y entre abría la puerta, su hocico se asomaba mostrando el fino conjunto de navajas bañadas en saliva. Los días pasaron, el perro montaba su inagotable guardia a la espera  que el único habitante de la casa saliera y Rafael esperaba que la bestia peluda terminara muriendo de hambre. Pero para su horror, en el día 4 de encierro escuchó al perro desgarrar una caja de cereal y romper un cartón de leche, pasó lo que parecieron mil años mientras el perro lamia y masticaba su comida.

Pasado un mes desde su último arribo al pueblo, un habitante llego a su casa para ofrecerle un gato, ya que se había hecho a la fama de rescatar animales. Pero lo que el pueblerino encontró fue aterrador, un perro grande como un becerro y que debía pesar casi lo mismo, con patas largas y pesuñas anchas como platos, un hocico largo, de pelaje gris oscuro y con orejas erguidas que se movían al más mínimo sonido se hallaba echado, atento enfrente  de un armario de escobas del cual provenía un hedor pútrido.

La policía hizo el levantamiento del cadáver de un hombre flaco, pálido, con la mirada enloquecida, que al parecer había estado comiendo parte de sus dedos y el interior de sus mejillas. Advertidos sobre la presencia del enorme perro, buscaron sus armas y emprendieron la búsqueda pero fue imposible hallarlo; se había desvanecido en aire. 

El dictamen oficial fue que el hombre escondido en el armario de escobas paso 12 días encerrado, bebiendo su propia orina y comiendo partes de su cuerpo antes de morir de hambre. En cuanto a Monumento,  bueno, aun se cuentan historias en el pueblo de un viejo rico que cayó en desgracia cuando el perro cazador traído de las montañas rusas, siguió una orden dada en susurro al oído “Mátalos de hambre” y encerró a la familia de su amo en una habitación.

Así que ya sabes, si vez a un viejo harapiento y a su perro  de raza extraña, aléjate. No sea que el anciano le susurre algo al oído a su perro.