domingo, 19 de julio de 2015

Descendencia

El día que Verso Valverde escuchó el rumor por primera vez, tendría siete años, recién cumplidos, pero las secuelas lo acompañaron hasta el día de su muerte a los 63 años, decía la gente del pueblo que Héctor Manzanares, apenas dos años más joven que Verso, era el hijo ilegitimo de su padre, concebido durante un viaje de negocios en una vecindad cercana. Este hecho nunca fue negado ni aceptado por ni por Alexander Valverde –quien se limitaba a decir “lo obvio no se pregunta” –ni por Ana Manzanares, que cada vez que alguien le preguntaba por el padre de su hijo, ella le respondía: “¿Y a usted que le importa? ¿Es que alguien le está pidiendo que mantenga al niño? Él es hijo mío y no hay nada más para decir”.
Verso Valverde era el último de cuatro hermanos, el tercer varón, el segundo hijo favorito y el primero en escuchar los rumores que, de aquí en más, rodearían a su familia. Verso también era el hijo que más se parecía a Alexander: con la barbilla partida, un hoyuelo en la mejilla derecha, el cabello ocre y los ojos aguamarina; por su parte Héctor era un muchacho escuálido, hecho con hambre y frio. Sólo aquel día en la iglesia, cuando la mujer al lado de Verso había dicho “había viene el bastardo de Valverde”, Verso tuvo conciencia de la existencia de Héctor y de allí en más, nunca pudo ser indiferente a la misma; a pesar que la misma pasará inadvertida tanto para sus hermanos como para su padre.
Mientras Verso y sus hermanos superaron la escuela con gran facilidad, ocupando siempre los primeros lugares, el pequeño Héctor apenas y pudo superar la primaria, desde los diez años aprendió el oficio de relojero, labor a la que se dedicaría el resto de su vida. Para los hijos de Valverde, la vida parecía sonreír: Su hermano; el mayor, Alexander, se había hecho abogado en la gran capital, trabajando para altas ramas del gobierno. Su hermana Verónica era profesora en un acaudalado colegio en otro país. Fernando; se había enlistado en el ejército y ahora el capitán de la única unidad que no había conocido la derrota en la guerra de la frontera.
Verso, por su parte, se había dedicado al periodismo, trabajo que no sólo le llevó a conocer gran parte del mundo, sino también a ser testigo de la caída de su familia. Todo comenzó el 3 de mayo, cuando avalancha devoró la parte norte del pueblo de su infancia; sepultando entre otros 1500 seres humanos a su padre y Ana Manzanares. Verso reportaba la noticia en vivo, mientras al fondo se observaba a Héctor escarbar con las manos desnudas en busca de posibles sobrevivientes. Verso Valverde tenía 25 años.
Dos años después, afuera del capitolio de la nación, Verso reportaba un grave caso de corrupción descubierto por causa del derrumbe: la mitad del presupuesto nacional había sido dilapidado en cuentas extranjeras. En medio del reportaje, Verso tuvo que entrevistar a quien fuera hallado culpable y condenado a varias décadas de prisión –donde moriría de una extraña enfermedad producto del hacinamiento –un joven abogado: Alexander Valverde. Mientras Verso viajaba a cubrir otra noticia, en el palacio de justicia, el automóvil pasó junto a puesto de relojes; “Manzanares” estaba escrito con letras doradas como título de la modesta tienda.
El día que Verso cumplió los 30 años tuvo que reportar la noticia de una joven maestra, asesinada a golpes por la esposa de su amante, un respetado gobernador; quien utilizó toda su influencia para evitar cualquier atisbo de justicia contra  la madre de sus hijos. Al terminar la noticia, que horas más tarde fue censurada por los amigos del gobernador, Verso dio paso a otra nota: una empresa de relojes nacional abría una convocatoria para becas destinadas a hijos de madres solteras; “Becas Manzanares, es hora de estudiar” decía el slogan de la campaña.
El 24 de septiembre, día en que Héctor Manzanares abría su primera tienda internacional, un veterano de guerra, víctima de grave caso de estrés post traumático, abrió fuego en un museo militar, matando a doce personas para luego suicidarse. “La última misión del Teniente Valverde” titulaba la noticia que más adelante debería desarrollar Verso. Aquel día Verso tenía 55 años; y esa su último programa.
Ya entregado al retiro, dedicado a escribir a pequeños periódicos y a viajar a las diferentes tumbas de sus hermanos; Verso Valverde, de 60 años, se encontró soltero, sin hijos, sin más que una larga lista de amantes y enemigos que se entremezclaban con la única similitud de no querer volver a verlo jamás. Repentinamente, Verso se dio cuenta que estaba sólo en el mundo; justo como aquel día en la iglesia, cuando tenía siente años, sentado junto a su padre mientras las mujeres a su lado cuchicheaban rumores de un hermano bastardo al paso del féretro de Doña Alicia Gonzales de Valverde.

El primero de Febrero, mientras caminaba con el atardecer en la espalda a lo largo del bulevar del rio, la soledad terminó por desgarrarlo, se condensó en un tampón amarillo y duro que obstruiría de manera estrepitosa el suministro de oxígeno y sangre al ya de por sí, deshilachado corazón de Verso Valverde. Eran las 6 y 15 de la tarde, cuando colapsó en medio de la calle el famoso periodista; un grupo de curiosos lo rodearon con temor mientras llamaban a gritos una ambulancia. Sólo un hombre se abrió entre la multitud y sujetó la mano del moribundo: un viejo relojero hecho como con hambre y con frio, con la frase “ H. Manzanares” bordada a mano en la camisa. Verso Valverde sonrió en silencio mientras su conciencia se deslizaba en medio de la oscuridad borrosa; un solo pensamiento ocupaba su mente que se apagaba de apoco: “Este bastardo no puede ser hermano mío. Es demasiado buena persona para estar emparentado con alguien como yo” 

domingo, 5 de julio de 2015

Blanco Y Negro.

La luz de la luna se vertía perezosamente sobre los bordes, como una gelatina sedosa que chorreaba a gotas por los contornos de las casas y se estancaba en charcos vaporosos atrapados en los tejados repletos de hojas secas y papeles traídos por el viento. La luna parecía un gran foco, cuyo voltaje subía y bajaba constantemente produciendo la ilusión del flash de alguna fotografía tomada desde el infinito.

Los ladridos del perro perforaron como disparos incorpóreos, que atraviesan un pecho etéreo; al principio eran distantes y profundos, pero continuaron hasta hacerse agudos y seguidos como una ráfaga de balas sonoras. Algunos gatos miraban con desdén de la copa de árboles: conjunto de brazos oscuros enredados en abrazos solitarios. Parejas de enamorados salían a asomarse a   las ventanas, y se sorprendían con el aquel destello plateado que inundaba la ciudad como una gas dulce que se colaba por las hendiduras de los ladrillos y las cerraduras de los closets para entrar en los cuartos de los niños forrarlos en un manto de plata.


De a poco la ciudad despertó para encontrarse con aquel mediodía blanquecino y  metalizado. Todo aquello que la luz tocaba parecía cromado, brillando en una noche futurista mientras los pozos de oscuridad, inalcanzables para los rayos estratosféricos, lanzados desde aquella bombilla a medio fundir. Las personas se agolpaban en las esquinas y levantaban sus cabezas al firmamento por primera vez en milenios, redescubriendo el espectáculo la luna. Lo que nadie podía advertir, en medio de la ceguera provocada por la sorpresa; era lo que perro con sus desesperados aullidos trataba de advertir: Esa noche, la luna se descolgaba lentamente de su posición en el cielo mientras se precipitaba a la tierra.