Rafael era una persona cruel y no
se lamentaba de reconocerlo, desde su infancia se intereso en la muerte;
especialmente en la cruel y dolorosa. Se recordaba echándoles sal a los
gusanos, quemando hormiguero o echando ranas al agua hirviendo. Cuando creció
un poco también lo hicieron sus victimas: apedreando pajarillos, amarrando
rocas a los gatos para echarlos al rio y en una ocasión particularmente
memorable prendiendo fuego a un galpón con 500 gallinas.
Finalmente se hizo adolescente y
su perversa curiosidad alcanzo un nuevo nivel: el hambre. Compró y adoptó al
menos una docena de gatos con el propósito de averiguar cuanto tardarían en
morir de hambre. Pero los gatos son inteligentes, y tras unas dos semanas huían,
encontraban la manera de roer sus cadenas, o se volvían tan flacos que
sencillamente salían entre los barrotes de las jaulas.
Esta frustración sólo hacia que
su cruel mente maquinara peores destinos para los próximos visitantes de su
casa del dolor. Se mudó a una casa alejada en mitad del campo, sin muchas
ventanas y sólo una puerta de entrada y salida. Tendría todo el control sobre
su nuevo huésped.
En uno de sus viajes al pueblo más
cercano vio lo que una vez fuera el hombre más rico del pueblo y su perro de
extraña raza. El hombre había caído en desgracia y ahora sólo lo acompañaba el
gran perro. La cara de Rafael se ilumino de inmediato, le ofreció una suma
considerable de dinero al hombre por el perro y le dio su palabra de encargarse
de él. El hombre rico no tenía más opción, besó a su fiel compañero en la
cabeza y le susurro algo al oído. “Se llama Monumento” dijo el hombre antes de perderse
en la multitud. El perro, era grande como un
becerro y debía pesar casi lo mismo, tenía patas largas y pesuñas anchas como
platos, un hocico largo, de pelaje gris oscuro y con orejas erguidas que se movían
al más mínimo sonido. Era exactamente lo que Rafael necesitaba. La condición del
perro le garantizaba largos y numerosos días de hambruna para el animal.
Ya en la casa, el animal se
paseaba por los largos pasillos, olfateaba cada puerta y rasguñaba el piso en búsqueda
de comida. Para el día 8 lanzaba aterradores aullidos, y se mostraba ansioso,
arrastraba su plato de agua en busca de comida y comía pequeños insectos que se
arrastraban por los rincones de la casa. Rafael no cabía en si de la dicha, la
angustia del animal le llenaba de regocijo. En el día 17, Rafael no sabia que
esperar, ningún animal había llegado tan lejos, y el tamaño del perro le impedía
escapar. En lo que a él concernía, sólo tenia que esperar el final que llevaba esperando.
Pero esa noche un bramido, y una respiración caliente y húmeda, irrumpieron en su
sueño. Al abrir los ojos se encontró con la mirada brillante del perro y una
centelleante hilera de colmillos que brillaban a la luz de la luna. El miedo lo impulsó lejos de la
cama, donde el perro sujetaba y desgarraba la almohada en la que segundos antes
reposaba su cabeza. El perro lo persiguió fuera de la habitación, con sus
largas uñas chocando contra el piso de madera, los aullidos agudos y la mirada
enloquecida por el hambre. Rafael cerro con fuerza la puerta de la cocina pero
el cuerpo del animal descolgó la puerta de su marco y en un salto espectacular
cerro la única salida de Rafael, por lo que no tubo mas opciones que encerrarse
en el armario de las escobas. Mientras el animal bufaba y rasguñaba la puerta
de metal, Rafael no tenía más opción que esperar que se cansara antes de poder
salir.
Llego la mañana y de nuevo llego
la noche, cuando creía que el animal se había ido y entre abría la puerta, su
hocico se asomaba mostrando el fino conjunto de navajas bañadas en saliva. Los días
pasaron, el perro montaba su inagotable guardia a la espera que el único habitante de la casa saliera y
Rafael esperaba que la bestia peluda terminara muriendo de hambre. Pero para su
horror, en el día 4 de encierro escuchó al perro desgarrar una caja de cereal y
romper un cartón de leche, pasó lo que parecieron mil años mientras el perro
lamia y masticaba su comida.
Pasado un mes desde su último
arribo al pueblo, un habitante llego a su casa para ofrecerle un gato, ya que
se había hecho a la fama de rescatar animales. Pero lo que el pueblerino encontró
fue aterrador, un perro grande como un becerro y que debía pesar casi lo mismo,
con patas largas y pesuñas anchas como platos, un hocico largo, de pelaje gris
oscuro y con orejas erguidas que se movían al más mínimo sonido se hallaba echado,
atento enfrente de un armario de escobas
del cual provenía un hedor pútrido.
La policía hizo el levantamiento
del cadáver de un hombre flaco, pálido, con la mirada enloquecida, que al
parecer había estado comiendo parte de sus dedos y el interior de sus mejillas.
Advertidos sobre la presencia del enorme perro, buscaron sus armas y
emprendieron la búsqueda pero fue imposible hallarlo; se había desvanecido en
aire.
El dictamen oficial fue que el
hombre escondido en el armario de escobas paso 12 días encerrado, bebiendo su
propia orina y comiendo partes de su cuerpo antes de morir de hambre. En cuanto
a Monumento, bueno, aun se cuentan
historias en el pueblo de un viejo rico que cayó en desgracia cuando el perro
cazador traído de las montañas rusas, siguió una orden dada en susurro al oído “Mátalos
de hambre” y encerró a la familia de su amo en una habitación.
Así que ya sabes, si vez a un
viejo harapiento y a su perro de raza
extraña, aléjate. No sea que el anciano le susurre algo al oído a su perro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario