El edificio de la editorial era una solida torre de metal y vidrio que se
difuminaba en lo alto del cielo, el gran edificio con una ostentosa fuente de
zafiro y oro negro en la entrada, dos pares de vigilantes y cuatro ascensores
(uno en cada punto cardinal), era enteramente sostenida por un solo hombre. No
era un genial director de empresa, ni un contador astuto o siquiera una
secretaria que cubre un jefe incompetente. Era un escritor cuyo talento y
elocuencia había sido admirado en un gran bum de cultura.
Prácticamente todo el mundo tenía uno de sus libros, y en algunas ocasiones
dos o tres ejemplares del mismo libro: algunos autografiados, otros ilustrados
y otros en versiones para adultos.
El éxito inusitado e inesperado había abrumado al artista, introduciéndole
en sórdidos mundos de fiestas y mascarada social que luego daban pie a nuevas
historias escandalosas que se vendían como pan caliente en las librerías e
idiomas de todo el globo.
Eventualmente, como sucede con todo lo que otorga placer superfluo, este
habito se hizo tedioso, incluso repulsivo para el artista, al punto que
arrancaron de las paginas el amor y la ilusión que este les ponía a sus
historias; a pesar de esto los libros no dejaron de venderse y las fiestas no dejaron
de aparecer. El autor, habiendo perdido todo respeto y empeño por su trabajo
pidió a la titánica compañía que lo había sacado del anonimato un par de años sabáticos
para rencontrarse con su musa espantada por el spleen de su nueva vida.
Pero la
compañía se negó, los innumerables cheques, compras y regalías que generaban su
trabajo eran demasiado tentadoras como para ser abandonadas. A pesar del
intento del autor por cesar su trabajo y rencontrarse con el legítimo placer;
la gran editorial usó sus influencias económicas con bancos y gobiernos para
presionar al hombre, pues al fin y al cabo él era eso: sólo un hombre que
necesitaba casa, comida y protección. Así, eventualmente y después de una lucha
corta y violenta contra todo a su alrededor, el autor no tuvo otra opción que
dedicarse a las historias que tanto odiaba.
Los años
pasaron, su popularidad creció así como sus ingresos y los de la compañía,
hasta que ya un día, carcomido hasta la medula por la obligación, y desprovisto
de todo humanidad apreciable, El Autor dio a conocer a la editorial que se
encerraría para escribir como en aquellos días que su fama era casi
inexistente.
Tras un
par de meses sin saber nada del hombre, la editorial temió su fuga, y tras una rápida
llamada de teléfono, El Autor sentenció: “El libro estará listo mañana, creo
que es lo mejor que alguna vez escribiré”. A la mañana siguiente una comisión conformada
por publicistas, ejecutivos, asesores de imagen y una horda de aduladores
hicieron presencia en la deteriorada mansión del autor. No habían criados que
abrieran la puerta, todo esta a oscuras y lleno de polvo.
En un
sillón, con los ojos cerrados y la piel pálido, un hombre barbado, deteriorado
por un sueño que no pudo ser, yacía muerto con un libro entre las manos. El
libro, magnifico como ningún otro promulgado antes o después, estaba escrito en
inmaculada tinta negra, pero sólo hasta la mitad, después, y tras varios análisis
confirmatorios; la editorial se dio cuenta que el final del libro estaba escrito
con sangre.