La luz de la luna se vertía
perezosamente sobre los bordes, como una gelatina sedosa que chorreaba a gotas
por los contornos de las casas y se estancaba en charcos vaporosos atrapados en
los tejados repletos de hojas secas y papeles traídos por el viento. La luna
parecía un gran foco, cuyo voltaje subía y bajaba constantemente produciendo la
ilusión del flash de alguna fotografía tomada desde el infinito.
Los ladridos del perro
perforaron como disparos incorpóreos, que atraviesan un pecho etéreo; al principio
eran distantes y profundos, pero continuaron hasta hacerse agudos y seguidos
como una ráfaga de balas sonoras. Algunos gatos miraban con desdén de la copa
de árboles: conjunto de brazos oscuros enredados en abrazos solitarios. Parejas
de enamorados salían a asomarse a las
ventanas, y se sorprendían con el aquel destello plateado que inundaba la
ciudad como una gas dulce que se colaba por las hendiduras de los ladrillos y
las cerraduras de los closets para entrar en los cuartos de los niños forrarlos
en un manto de plata.
De a poco la ciudad despertó
para encontrarse con aquel mediodía blanquecino y metalizado. Todo aquello que la luz tocaba
parecía cromado, brillando en una noche futurista mientras los pozos de
oscuridad, inalcanzables para los rayos estratosféricos, lanzados desde aquella
bombilla a medio fundir. Las personas se agolpaban en las esquinas y levantaban
sus cabezas al firmamento por primera vez en milenios, redescubriendo el
espectáculo la luna. Lo que nadie podía advertir, en medio de la ceguera provocada
por la sorpresa; era lo que perro con sus desesperados aullidos trataba de
advertir: Esa noche, la luna se descolgaba lentamente de su posición en el
cielo mientras se precipitaba a la tierra.
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