Cuando ingresas a una casa, lo último que quieres es que te
escuchen. Pero a mi me encanta que me escuchen deslizándome en la oscuridad con
mis garras húmedas y mi cola larga que mueve asientos y cierra y abre puertas.
Adoro meterme en los armarios y dejar que mis ojos brillantes se vean desde la
cama de los dueños de la casa. Cuando hago sonar unas viejas escaleras de madera
o tiro de las sabanas de alguien y este despierta preguntando “¿Quién está
allí?” trato de contener la risa, pero a veces no puedo.
También paso la noche jugueteando con el cabello de las
niñas y pasando la cola enfrente del hocico de los perros para que despierten a
todo el barrio. Así es como paso la noche; y durante el día me refugio
atemorizado, en las alcantarillas, que un humano juguetón como yo, entre a mi
casa.
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