Sus hermanos habían partido, o habían sido desechados de la
tierra de leche y miel, su padre se veía tan triste como nunca. Él era el
elegido, debía serlo. De otro modo su padre jamás le habría permitido quedarse.
Era el hijo favorito, la razón de la creación de su padre,
la luz de sus ojos y el único destinado a remplazarlo cuando el dolor y la
angustia consumieran a su padre.
Una sonrisa retorcida le dividió el rostro a la mitad; él
era más grande que su padre: a él no le había afectado la partida de sus
hermanos.
Se sentó en el trono de su padre, y por un breve segundo
pudo ver la majestuosidad de la creación, la grandeza de la gloria y el
infinito poder que yacía a sus pies. Él era el dueño legítimo de todo.
Pero al segundo siguiente, con la más fría revelación: la
mirada desgarrada de su padre.; se dio cuenta que nada era suyo, que no era el
elegido para nada y que su padre ya no lo amaba.
Se fue, azotando la puerta, con la mirada gacha y el corazón herido. Se iba para ser el Dios de sus hermanos, que con gusto y tranquilidad lo adoraron. Todos juntos de nuevo, a conspirar contra su padre viejo y cansado.
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