El apartamento estaba silencioso, alguna gota ocasional que caía desde la
ducha resonaba por los cuartos, un gato derribó los botes de basura en la calle
y algún vecino muy enfermo estornudó estruendosamente. Gildardo dormía plácidamente
en el viejo colchón de plumas heredado por su abuelo, las mantas habían caído por un lado de cama, semiocultas por la
mesa de noche abarrotada con papeles y
un vaso de agua. El viejo reloj cuco de la sala marcaba las 3 34 de la mañana
cuando una neblina roja empezó a emerger entre la unión del techo y las paredes
del cuarto.
Lentamente una mujer cabello negro hasta la cadera, con gruesos labios
rojos, largas pestañas, estrecho vientre y largas piernas, se solidificó en medio
del cuarto. La mujer levitó, moviéndose sobre la neblina fresca hasta la cama
de Gildardo; ella ya lo había poseído muchas veces, se había acostumbrado a la
lucha antes de obtener de él lo que quería, como su respiración se agitaba y su
cuerpo parecía hervir en medio de la noche.
Observó su pecho rítmico, con movimientos lentos y pausados, aún tenía en
sus manos algunos apuntes llenos de tachones y secciones resaltadas: estaba próximo
a un examen. El súcubo recogió la manta del suelo y lo arropo suavemente, tratando de despertarle;
sabía que estaba tan cansado que no podría obtener de él lo que de verdad quería, al menos no esta
noche. Se alejó nuevamente para regresar a su forma de neblina y desaparecer
entre los ladrillos.
Gildardo despertó por un segundo, pero volvió a
dormirse de inmediato, creyó haber olido el perfume de una mujer
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