miércoles, 4 de febrero de 2015

Día 365: Final.




Habían pasado ya seis meses desde que Maritza había fallecido, pero su ausencia seguía pensado como el primer día. En todo ese tiempo no creía –la verdad, no deseaba –que despertar al día siguiente fuera una opción. Habían vivido juntos 30 años, más de la mitad  de su vida; pero se hallaba repentinamente sólo en el gran y desolado mundo más allá de las paredes de su casa.
Corría el mes de febrero, algunas lluvias lejanas encapotaban el cielo de la ciudad y un aire frio lleno de hojas que flotaban en una marea de invisible ocupaban la ciudad desprovista de visitantes. Con el paso de tiempo se dio cuenta que no podría vivir en su miseria para siempre, así que ese frio jueves se puso su abrigo marrón, sus pantalones de mezclilla y salió a tomar un café, justo como aquel fatídico martes en el que recibió la peor noticia de su vida.
Llegó a la vieja cafetería, rebosante a pan tibio, café fresco y humo de cigarrillo, se sentó en la mesa del fondo; dio un largo suspiro. Era como si al fin todo terminara, una gran carga había caído de sus hombros y ahora era libre para volver a su vida; o eso pensaba hasta que una silueta femenina se deslizo rápidamente por la ventana a su lado, fugaz como una estrella y luminosa como una luciérnaga, una joven del cabello largo y ondulado reía mientras los audífonos dejaban escapar una leve melodía de violín antes de perderse en la multitud.
Era su viva imagen, sus movimientos, su sonrisa eléctrica su cabello rebelde. Maritza seguía viviendo, en otro envoltorio, a la distancia de una existencia diferente. Una lágrima silenciosa cayó sobre el café negro que dejaba escapar una neblina aromática: se dio cuenta que nunca tendría un final.

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