Habían pasado ya seis meses desde que Maritza había
fallecido, pero su ausencia seguía pensado como el primer día. En todo ese
tiempo no creía –la verdad, no deseaba –que despertar al día siguiente fuera
una opción. Habían vivido juntos 30 años, más de la mitad de su vida; pero se hallaba repentinamente
sólo en el gran y desolado mundo más allá de las paredes de su casa.
Corría el mes de febrero, algunas lluvias lejanas
encapotaban el cielo de la ciudad y un aire frio lleno de hojas que flotaban en
una marea de invisible ocupaban la ciudad desprovista de visitantes. Con el
paso de tiempo se dio cuenta que no podría vivir en su miseria para siempre,
así que ese frio jueves se puso su abrigo marrón, sus pantalones de mezclilla y
salió a tomar un café, justo como aquel fatídico martes en el que recibió la
peor noticia de su vida.
Llegó a la vieja cafetería, rebosante a pan tibio,
café fresco y humo de cigarrillo, se sentó en la mesa del fondo; dio un largo
suspiro. Era como si al fin todo terminara, una gran carga había caído de sus
hombros y ahora era libre para volver a su vida; o eso pensaba hasta que una
silueta femenina se deslizo rápidamente por la ventana a su lado, fugaz como
una estrella y luminosa como una luciérnaga, una joven del cabello largo y
ondulado reía mientras los audífonos dejaban escapar una leve melodía de violín
antes de perderse en la multitud.
Era su viva imagen, sus movimientos, su sonrisa eléctrica
su cabello rebelde. Maritza seguía viviendo, en otro envoltorio, a la distancia
de una existencia diferente. Una lágrima silenciosa cayó sobre el café negro
que dejaba escapar una neblina aromática: se dio cuenta que nunca tendría un
final.
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