El avión se había estrellado en
medio de un océano sólido, que caminaba al ritmo del viento. Esteban, llevaba ya tres
días bajo el sol abrazante, su última botella de agua se había acabado en la
mañana y ya no tenía líquido corporal para nada: sentía los ojos secos y
vidriosos, cada vez que parpadeaba sentía que se frotaba papel de lija en la córnea.
El día parecía no terminar, como si alguien, un dios sanguinario probablemente,
hubiera pegado al sol en un punto fijo en el cielo; la ineludible realidad de
la muerte ataco a Esteban, justo cuando sintió sus pulmones en llamas, como si tuvieran
fiebre. Se derrumbó en lo alto de una duna, con los labios resquebrajados y el
pecho seco, fue en ese momento que el desierto reclamo su cuerpo, entrando por
cada orificio de su cuerpo, comiéndoselo como una gigantesca boca que se come
caramelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario