El anciano ciego daba tumbos calle abajo, chocando con personas mientras
se disculpaba y usaba sus manos arrugados y sus dedos inmovilizados, presas de
la artritis, para guiarse por el contorno de las paredes.
Pasaba frente a la mirada de cientos de personas inmutables,
acostumbrados a la miseria diaria que reboza las calles por las que transitan a
diario. Sólo unos ojos miraban con curiosidad y lastima al anciano: Un joven
tuerto que pedía limosna en una esquina.
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