“Cada vez que traigas un espejo a casa, debes ponerle nombre, así el
espejo podrá protegerte” Esas fueron las palabras de su padre el día en el que
Cesar cruzo la gran puerta de la casa para reposar en la pared del recibidor.
Cesar era un espejo de 2 metros por dos y medio, con adornos de llamas
en los bordes y los bordes afilados como navajas. El espejo sin marco parecía
diluirse en la pared, como si fuera alguna extraña protuberancia sobrenatural
que emergía del muro de ladrillo. Durante años, Ramiro temió al espejo: ese
gran ojo vigilante, silencio y por el cual el tiempo no parecía pasar.
Sintió un gran alivio cuando se fue de casa, alejándose de la mirada
escrupulosa y atenta de Cesar, pero ahora su padre había muerto y lo único que
le había dejado, según su testamento, era Cesar; seguido por la petición: Cuídense
bien.
En la casa de soltero de Ramiro, sólo había un lugar para poner
semejante mueble: en la sala, justo al fondo, de manera que Cesar pudiera
penetrar con su mirada toda la sala, el comedor, el balcón y la cocina,
nuevamente Ramiro era rehén del ojo que todo lo ve. Al principio lo cubría con
una manta gruesa, pero el condenado espejo se las arreglaba para dejarla caer y
observar la totalidad del lugar.
En muchas ocasiones Ramiro se asustó al entrar a la casa y verse
reflejado en el espejo: parecía que una persona estaba en su casa y al darle la
espalda se sentía menos cómodo, la omnipresencia y aparente omnisapiensia de
Cesar era intimidante, pero al ser un regalo de su padre y con tan explicita
petición, Ramiro se negaba a deshacerse del dichoso espejo. Además no podía evitar
se sensación de ser visto, aun desde su cuarto, especialmente en medio de la
noche cuando una leve y superficial respiración se hacia presente.
Una noche muy fría en particular,
la lluvia caía con fuerza, mas que caer, parecía ser lanzada desde el cielo por
algún ser tratando de aplastar a los seres diminutos que pueblan la tierra, un
corto de energía sumergió a la ciudad en penumbra densa y viscosa. Ramiro
estaba sentado en la sala, leyendo un poco antes de dormir cuando fue
sorprendido por la oscuridad. El sonido de la lluvia inundó el espacio
percibido y el frio se hizo mas intenso; una sensación repentina le llenaba el
pecho: había alguien sentado junto a él.
Un relámpago generó una onda de luz que desvaneció todas las sombras del
apartamento, durante un segundo todo fue luminiscencia, todo excepto la forma
de una figura humanoide sentada en sofá, justo a su lado. Un escalofrió tan rápido
como el relámpago y el inconfundible ruido de una respiración se hizo presente
en la sala. Ramiro recordó que su madre le decía que en una tormenta hay que
tapar los espejos porque atraían los rayos. Así que tomo la manta que había a
su lado y se levantó temblando.
La respiración se incrementó al punto que la sentía junto a su oreja,
moviendo algunos mechones de cabello mientras el aire tibio le golpeaba la
nuca, Ramiro sintió que iba a entrar en pánico en cualquier momento y cual
niño, creyó que escondiéndose bajo la manta estaría a salvo. Pero su temor lo
hacia ir lento, tembloroso y descoordinado; así que lejos de cubrirse con la
manta la pisó al mismo tiempo que intentaba avanzar, tropezando y perdiendo el
equilibrio.
¿Qué había delante de él? “¡La mesa!” pensó alarmado. Cuando no cayó
contra ella se dio cuenta que alguien lo sujetaba por el brazo con fuerza y
tiraba de él hasta arrojarlo en el sofá. La tormenta menguó en un momento, como
si no pudiera sostener tanta energía por más tiempo. El sonido de unos pasos
recorrieron la sala y se perdieron en las sobras.
La electricidad regresó y Ramiro se vio sólo en la habitación con la
manta en la mano. Pero esta vez había lago diferente, Cesar tenía una esquina
empañada y cuando Ramiro fue a revisar, se dio cuenta que en medio de la
empañadura había una frase escrita: “Cuídense bien”. Esa noche al ir a dormir,
con la tormenta aun azotando los techos y las calles, una respiración pesada y profunda
presenciaba el sueño de Ramiro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario