domingo, 31 de agosto de 2014

Día 209: Ausencia.


A Aurelio sólo hubieron dos cosas que nunca pude perdonarle: que vendiera mi perro y que se muriera. Ese día (el que se murió, no el que vendió al perro) yo estaba haciendo las compras, recuerdo que iba camino a la leche, y acababa de escoger de los panes cuando me sonó el celular. Del otro lado de la línea había un hombre con voz gruesa, nunca lo vi, pero siempre me lo he imaginado como un gigante barbado de cabello largo.
Según parece, Aurelio nos había estado escondiendo una misteriosa enfermedad, en su testamento decía que en caso de morir de esta, nadie debía saber cual era su diagnostico; aparentemente quería que todos nos quedáramos con la idea de que se había muerto sin tener el miedo que lo que fuera que se lo había llevado, regresara por nosotros. En retrospectiva, los últimos meses de Aurelio, estuvieron plagadas de secretas visitas al hospital, un coctel potente de pastillas e inhaladores, es cierto, su cuerpo se había marchitado como una rosa seca, pero siempre atribuyó esto  a largas noches de insomnio por amores pasajeros.
Nosotros –o al menos yo- nunca lo habíamos puesto en duda, Aurelio tenia la costumbre de imaginar amoríos con desconocidos de la calle, que rompía estrepitosamente al girar en las esquinas. Con todo, Aurelio era una buena persona, confiable y rebosante de respuestas extrañas y reconfortantes.

La ultima vez que nos vimos, estaba muy falco, cuando le pregunte por eso, me dijo que no había dormido por imaginarse en una relación con una chica que viajaba en un autobús; recuerdo que me reí de esa idea, pero él se limitó a una sonrisa tímida. La ultima vez que yo lo vi a él, estaba el ataúd, con el cabello peinado hacia atrás, las mejillas cadavéricas, los labios resecos y un gran trozo de algodón saliéndole de la nariz, sin embrago, ya pasados los años lo recuerdo como el día que vendió a mi perro. ¿Qué por qué lo recuerdo así? Pues por que las dos veces me dejo sola sin que yo pudiera hacer nada, las dos veces me enoje con él, y las dos veces lloré en la ducha durante una semana; pero sobre todo, lo recuerdo así porque esa desgarradora soledad, y el peso de la ausencia hicieron que me dieran ganas de abrazarlo. 

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