El
ruido del motor se esparcía como una vibración, un largo y rápido latido que
recorría toda la habitación marcando el compás de la madrugada, los peces de
colores exploraban la pecera en sus tres dimensiones y retomaban el camino como
si nunca lo hubieran visto antes.
La
idea de ver a sus pequeños amigos nadar tan alegremente en su reducido espacio,
producía en Darío un sosiego que lo llenaba de pies a cabeza con un calor
discreto. Las últimas noches de insomnio le habían llenado de la cabeza con
ideas extrañas de sombras danzantes en las esquinas, de cuchillos oxidados y
extensos charcos de sangre que manchaban lujosas cortinas.
Pero
esos pequeños animalillos suspendidos en el agua burbujeante, moviendo sus
aletas coloridas, sin parpadear dejándose caer para ascender de nuevo; esa paz imperturbable
había hecho un gran impacto en la vida de Darío. Se fijo en la hora: 3:45 am.
Era tiempo de su otro hobby. Se puso
la larga gabardina, guardó el revolver en el bolsillo, y antes de salir echó un
dedo pálido al interior de la pecera.
Mientras
un extraño cubierto se alejaba por la calle oscura, un grupo de pececillos
mordisqueaba lo que quedaba del ultimo trofeo de caza.
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