La carretera
rodeaba la montaña, penetrándola en algunos puntos y sosteniéndose de vigas de
cemento y hierro que salían por un costado, era un gran laso que parecía estrangular
a la enorme roca. El auto era sólo una luz que recorría las cerradas curvas y los
estrechos túneles como una luciérnaga agonizante en busca del agua. Lorena y
Arturo conversaban animadamente sobre la mudanza, estaban muy emocionados con
empezar de nuevo, otro trabajo con mejor paga. La distancia que tenían que
recorrer para llegar no parecía problema.
El camino se volvió
recto tras un rato, el sol bajaba lentamente tras el horizonte como un gigante
bostezando, el paisaje se tornó dorado en algunos sectores y obscuro en otros,
conectados por un puente ocre que se estrechaba lentamente. El auto entro en un
peque bosquecillo que hacia de amplificador para todas las pequeñas criaturas
de la noche empezaban a emerger de sus guaridas: las cigarras y las ranas hacían
su opera vespertina, mientras el sonido de insectos zumbantes se agrandaba en
un eco profundo. Arturo interrumpió la conversación de manera sorpresiva:
-¿Pasa algo? –Preguntó
Lorena.
-Me pareció
escuchar un ruido, como una oveja herida o algo así –Dijo Arturo mientras
agudizaba el oído.
Unas figuras
emergieron de entre los arboles: un rebaño de ovejas atravesaba la carretera
lentamente. Lorena suspiró aliviada, pero Arturo contuvo la respiración.
Preocupada por la reacción de su compañero, Lorena observo con cuidado a los
animales iluminados por los faros del auto; al hacerlo un escalofrío le bajo
por el vientre: los cráneos y patas de los animales estaban desprovistos de
piel, sus cuencas vacías sobresalían en sus cabezas amarillas; lo que parecía
ser la lana era en realidad un combinación de telarañas densas y hojas secas
que se habían enredado de entre los arboles. El rebaño estaba compuesto por
entre 25 y 30 animales que desfilaban haciendo sonar sus secos huesos en medio
de la noche.
Una figura más
alta, vestida de camisa larga, pantalón grueso y sobrero de ala ancha salió del
bosque, rodeado por los animales. Arturo pensó que el tipo estaba loco por
andar entre los animales, así que le hizo una seña con la mano, tal vez pudiera
hallar una explicación para eso. Pero el extraño, que pareció verlo por el
rabillo del ojo, lejos de acercarse, llevo su mano a la cabeza y se quitó el
sombrero; su calavera blanca y lustrosa centelló un segundo mientras hacía un
gesto de saludo con la otra mano.
El rebaño y su
pastor terminaron de cruzar frente al
auto, dejando como única evidencia de su presencia, el lastimero eco de los
balidos de las ovejas
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