El único sonido
perceptible era un tic tac de un viejo reloj de péndulo que se agitaba con cada
arco que daba. El abogado era un hombre de mirada severa, con la boca reseca y
las cejas pobladas que miraba de manera minuciosa el testamento de su cliente:
un gran compilado de 300 páginas donde son sólo distribuía sus bienes, sino que
hacia mención a varias riquezas espirituales, reflexiones ganadas a lo largo de
los años y una que otra confesión de sus tiempos de juventud.
La familia
miraba expectante al inicio, pero a medida que pasaban las horas, el interés se
convertía en exasperación, ira silenciosa y algún estallido ocasional de desesperaciones.
Finalmente tras seis largas horas de estricta lectura, el abogado giro la
ultima hoja y dio por terminada la sesión. Algunos de los familiares del
difunto se irritaron ante esta situación, pero el día había casi concluido y
todos estaban demasiado agotados para continuar con la reunión.
A la mañana
siguiente, con los ánimos renovados y la avaricia a flor de piel, se
reencontraron a la puerta del abogado, pero este no abrió por mas golpes que
recibiera su puerta. Finalmente, tras dos horas de espera, un colega apareció
en la oficina de al lado, al preguntar por el veterano este sólo respondió:
-El anciano murió
anoche, firmando unos papeles, un testamento muy largo, es una lastima, sólo
tenia que poner su firma para hacerlo oficial.
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