La ola se movía a lo largo y ancho
del estadio: las personas parecían gotas exaltadas y gritonas. Un solo palpitar
se extendía por las graderías mientras los saltos rítmicos producían una
zozobra tanto en la estructura como en las entrañas de los participantes.
Los cantos eran recitados por voces
agudas y gruesas, extranjeras y locales, jóvenes y viejas. Por hombres,
mujeres, niños, hinchas, acompañantes; susurradas por jugadores que esperaban
en el camerino y por entrenadores que fumaban compulsivamente en las oficinas
antes de salir al campo.
Un silencio cósmico abriga el estadio
que mira impaciente la aparición de los ídolos, que al tocar la luz con sus
cuerpos, hacen que produzca un estallido de júbilo.
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