Se puso el traje, la corbata y
brillo los zapatos hasta que parecieron dos focos que rasgaban la noche. Usó
los gemelos de zafiro y utilizó esa vieja colonia que le dio su padre.
Caminó calle abajo, tarareando una
vieja canción que su madre solía cantar para él antes de dormir; compró un ramo
de margaritas en la tienda de esquina, una botella de vino y un trozo de queso
fino. Llevaba mucho tiempo esperando esa cita; en cuanto la luz del sol se
ocultó tras el viejo caserío trepó por la vieja cornisa: Nada mas romántico que
aparecer repentinamente.
Recorrió la oscuridad fría, dio un
par de giros hasta dar con su amada: la tierra aun estaba fresca y el ramo de
rosas ya empezaba a marchitarse. Se deshizo de ellas y las cambio por las
margaritas; se sentó junto a la lapida y abrió la botella de vino. Mientras se consumía,
su mente era invadida por recuerdos de veranos dorados; noches donde la bruma
flotaba pacíficamente y las cigarras hacían orquestas en el jardín trasero.
Gruesas lagrimas rodaban por su
rostro, caían por el traje de corte italiano y terminaban humedeciendo la
tierra fresca de la tumba.
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