viernes, 26 de septiembre de 2014

Día 236: Piedrecillas.


La noche que el Monseñor Adrián llegó a la casa del finado Gonzales, una multitud ya se había reunido en el lugar. Siempre había escuchado que la gente del campo era muy unida, pero había más de 20 personas entre hombres, mujeres y niños que esperaban con curiosidad afuera de la habitación.
El hombre rígido y pálido sobre la cama tenía moretones en los hombres y negras las puntas de los dedos; la razón por la que Monseñor había llegado era porque Rigoberto Gonzales había fallecido hacía ya tres días, pero no habían podido levantarlo de su lecho; era como si a medida que mas hombres intentaran despegarlo, mas pesado se ponía. La viuda observaba angustiaba desde el otro lado de la habitación, mientras abrazaba a un niña pequeña de cabello negro, trenzado tras las orejas.
Monseñor pidió a los asistentes que intentaran levantar el cuerpo, pero efectivamente, el hombre de a penas 1,65 y que aparentaba escasos 60 kilos estaba adherido al colchón. El joven religioso observo detenidamente y pudo ver la manta enredada entre la piel del occiso, como si de apoco se lo tragara y se aferrara a él como una segunda membrana. Una idea empezaba a formarse en su cabeza.
-¿Había algo extraño con él? ¿Algo que nadie más pudiera hacer? –Preguntó el religioso a los presentes. Hubo algunos susurros, unas miradas furtivas que se encontraban entre la multitud y algunas personas tragaban de manera audible.
-Bueno, era muy fuerte: Podía desgranar maíz con un solo dedo, además movía toros y caballos con sólo una mano; aunque estos estuvieran luchando contra él. –Dijo un hombre al fondo.
-Sacudía arboles hasta arrancarlos de la tierra –La voz de la viuda irrumpiendo en la conversación actuó como catalizador en el gentío allí reunido.
-¡Todas las frutas que recogía estaban siempre maduras! –Gritó un anciano en un asiento.
-Nunca se enfermaba de nada –Dijo un niño mientras se abrazaba a la pierna de su padre.
-Podía bajar varios costales de maíz al pueblo sin sudar –Dijo el carnicero con gesto pensativo.
-Y parecía no tener fondo, casi siempre estaba comiendo o bebiendo –Recordó el tendero.
-Eso es lo que necesitaba saber –Monseñor se volvió hacia el cuerpo que se descomponía lentamente, oró en silencio algunos momentos y extrajo de su maletín un frasquito lleno de agua que vertió sobre la frente del finado. Un fuerte olor a azufre inundó la habitación.
Un ruido efervescente empezó a crecer y se expendió por todo el poblado, el pecho de Gonzales se agitó como si tomara una última respiración y tres piedrecillas salieron por su nariz, rodando por su pecho hasta caer al suelo. Uno de los presentes intentó levantarla, pero esta se negaba a moverse: era increíblemente pesada.
-Ya pueden llevárselo –Indicó Monseñor mientras tomaba un pañuelo de su bolsillo, y tras rociar algo más de agua sobre las rocas, las cubrió para poder levantarlas. Luego las introdujo en un frasco de vidrio y las ocultó en su bolsillo.
El cuerpo recuperó su peso normal, así que lo levantaron entre tres hombres, envuelto en una manta, lo llevaron a la parte trasera del coche del cementerio y lo vieron partir en medio de la noche. La viuda le dio las gracias al joven sacerdote y este le dio su bendición a ella y a su pequeña hija.
Monseñor se subió a su carruaje y se dirigió de regreso a la iglesia, en medio del camino extrajo el frasco, lo agito haciendo sonar las piedrecillas y pensó para si: “Que raro, ¿Qué hace un demonio repartiendo su poder de manera tan desorganizada? Algo malo esta por suceder”. El joven se persigno en la oscuridad: su tarea apenas empezaba. 

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