La noche que el Monseñor Adrián
llegó a la casa del finado Gonzales, una multitud ya se había reunido en el
lugar. Siempre había escuchado que la gente del campo era muy unida, pero había
más de 20 personas entre hombres, mujeres y niños que esperaban con curiosidad
afuera de la habitación.
El hombre rígido y pálido sobre la
cama tenía moretones en los hombres y negras las puntas de los dedos; la razón
por la que Monseñor había llegado era porque Rigoberto Gonzales había fallecido
hacía ya tres días, pero no habían podido levantarlo de su lecho; era como si a
medida que mas hombres intentaran despegarlo, mas pesado se ponía. La viuda
observaba angustiaba desde el otro lado de la habitación, mientras abrazaba a
un niña pequeña de cabello negro, trenzado tras las orejas.
Monseñor pidió a los asistentes que intentaran
levantar el cuerpo, pero efectivamente, el hombre de a penas 1,65 y que
aparentaba escasos 60 kilos estaba adherido al colchón. El joven religioso
observo detenidamente y pudo ver la manta enredada entre la piel del occiso,
como si de apoco se lo tragara y se aferrara a él como una segunda membrana.
Una idea empezaba a formarse en su cabeza.
-¿Había algo extraño con él? ¿Algo
que nadie más pudiera hacer? –Preguntó el religioso a los presentes. Hubo
algunos susurros, unas miradas furtivas que se encontraban entre la multitud y
algunas personas tragaban de manera audible.
-Bueno, era muy fuerte: Podía
desgranar maíz con un solo dedo, además movía toros y caballos con sólo una
mano; aunque estos estuvieran luchando contra él. –Dijo un hombre al fondo.
-Sacudía arboles hasta arrancarlos
de la tierra –La voz de la viuda irrumpiendo en la conversación actuó como
catalizador en el gentío allí reunido.
-¡Todas las frutas que recogía
estaban siempre maduras! –Gritó un anciano en un asiento.
-Nunca se enfermaba de nada –Dijo un
niño mientras se abrazaba a la pierna de su padre.
-Podía bajar varios costales de maíz
al pueblo sin sudar –Dijo el carnicero con gesto pensativo.
-Y parecía no tener fondo, casi siempre
estaba comiendo o bebiendo –Recordó el tendero.
-Eso es lo que necesitaba saber –Monseñor
se volvió hacia el cuerpo que se descomponía lentamente, oró en silencio
algunos momentos y extrajo de su maletín un frasquito lleno de agua que vertió
sobre la frente del finado. Un fuerte olor a azufre inundó la habitación.
Un ruido efervescente empezó a
crecer y se expendió por todo el poblado, el pecho de Gonzales se agitó como si
tomara una última respiración y tres piedrecillas salieron por su nariz,
rodando por su pecho hasta caer al suelo. Uno de los presentes intentó
levantarla, pero esta se negaba a moverse: era increíblemente pesada.
-Ya pueden llevárselo –Indicó Monseñor
mientras tomaba un pañuelo de su bolsillo, y tras rociar algo más de agua sobre
las rocas, las cubrió para poder levantarlas. Luego las introdujo en un frasco
de vidrio y las ocultó en su bolsillo.
El cuerpo recuperó su peso normal,
así que lo levantaron entre tres hombres, envuelto en una manta, lo llevaron a
la parte trasera del coche del cementerio y lo vieron partir en medio de la
noche. La viuda le dio las gracias al joven sacerdote y este le dio su bendición
a ella y a su pequeña hija.
Monseñor se subió a su carruaje y se dirigió de
regreso a la iglesia, en medio del camino extrajo el frasco, lo agito haciendo
sonar las piedrecillas y pensó para si: “Que raro, ¿Qué hace un demonio
repartiendo su poder de manera tan desorganizada? Algo malo esta por suceder”.
El joven se persigno en la oscuridad: su tarea apenas empezaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario