El sol calcinante parecía pegado en lo alto del cielo con una tachuela cósmica
mientras la tierra se resquebrajaba bajo el inclemente calor que abrazaba la
zona. Cientos de aborígenes se reunieron al pie de la montaña desnuda para
pedirle a la deidad que hiciera caer agua desde los cielos.
El grupo de exploradores, venidos desde tierras lejanas y tecnificadas
veían divertidos como los indios le hacia ofrendas y bailaban ante el chaman
que estaba a la entrada de una caverna, inamovible, como si todas las dedicatorias
un fueran dignas de sus ojos. Ciada la noche, mas no disminuido el asfixiante
bochorno, la comunidad se fue a dormir mientras el chaman seguía con la vista
fija en el horizonte.
Los exploradores escalaron la montaña y al llegar a la cueva entendieron
porque el hombre nunca desvió la mirada: era una estatua de piedra, con increíble
acabado y lustrosos detalles. Estaba adornado con piedras preciosas en su
frente y muñecas, un gran colgante de oro reposaba sobre su pecho, alrededor de
su cuello rígido.
El mas joven sintió curiosidad y trato de tocar la gema verdosa que brillaba,
cuando sus dedos estuvieron a punto de rozarla, la estatua de piedra atrapó su
brazo con fuerza demoledora, haciendo sus huesos crujir en medio de la noche.
Mientras los gritos de los exploradores llenaban la cueva, una ligera lluvia caía
sobre las cabezas sedientas de los agradecidos aborígenes.
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