lunes, 7 de julio de 2014

Día 157: Muerto.


-¿Y cómo sabes que está muerto?

-No sé- respondí de manera seca y un poco inquieta- sólo puedo decirte que está muerto y tú tienes que  creerme.

No dijo nada más, pero vi las preguntas arremolinándose en su rostro. Emprendió el camino al auto mientras yo le prendía fuego a lo que quedaba del cadáver del vampiro. Me limpié las manos y también me metí en el auto. Adentro estaba caliente y olía al nuevo ambientador que ella había escogido.

Se estaba abrochando el cinturón cuando me preguntó:

-¿Cuándo será mi turno de escoger la ciudad? Siempre que la escoges tú terminamos trabajando.

La miré un segundo con lo que debió ser paciencia y lastima en los ojos. Sólo tenía unos ocho años, con sus ojos grises y su cabello negro me había llamado la atención de inmediato hace unos meses. Además era muy valiente, inteligente y sobre todo era muy madura para su edad. 
Te amo, te amo tanto; se me agitó el pecho vacio.

-De acuerdo, ¿adónde quieres ir?

Se molestó, claro ya era muy tarde, no podíamos ir a ningún lado.

-A dormir- me dijo tajantemente y se enfurruñó.

Conduje hasta el motel más cercano mientras  se me encogía el valor y la culpa me llenaba la cabeza y el pecho. Entramos a la habitación, ella se puso su pijama en el baño y luego se fue a dormir sin darme las buenas noches. Y yo me senté en la cama de en junto mientras el dolor me consumía como una descarga eléctrica.

Te amo, te amo tanto, se me agitó el pecho vacio. Sara, la amaba, la amaba con intensa pasión, de la manera más pura y más desinteresada del mundo, ni Dios puede amar a sus hijos como yo la amo a ella. Ella me había encontrado hace diez meses cuando yo estaba cazando en alguna parte de la pampa, la vasta pampa. Seguía la pista de una bruja que estaba robando los niños de la localidad. La cosa se puso fea y antes de darme cuenta tenia a la niña en el asiento de al lado y un cadáver en la cajuela. Desde entonces ella me había acompañado, sin padres, sin hermanos, sin nadie que la extrañara; creí que me pediría que la dejara ir, que no le diría a nadie, pero cuando me detuve en el pueblo me dijo que quería venir con migo porque yo “era suyo, no sabía cómo, ni porque, pero yo era suyo”  y el pensamiento me atravesó tan rápido como un rayo: Te amo, te amo tanto y se me agitó el pecho vacio.

Se despertó a la mitad de la noche y entre sueños y lagrimas me dijo: “William, no quiero estar enojada contigo; buenas noches”. Y la paz vino a mí de nuevo. Te amo, te amo tanto, se me agitó el pecho vacio.

Amaneció rápido y ella se estiró en la cama, bajo las cobijas, tenía el cabello corto enmarañado sobre sus ojos y la almohada húmeda por haber llorado en la noche. Me dio los buenos días y se fue al baño. Yo me moví tras otra noche de estatuas. Me cambié la ropa y aliste las cosas para salir. Ella salió del baño oliendo al jabón de los moteles, ya me había preguntado si podía comprarle uno, pero siempre se me olvidaba. Te amo, te amo tanto, se me agitó el pecho vacio mientras su sonrisa iluminaba mi mundo.

-¿Vamos a desayunar?

-Seguro. ¿Qué quieres desayunar?

- Huevos y jugo de naranja.

Salimos en el auto y al poco tiempo entramos a uno de esos restaurantes junto a la carretera.

Todos los rostros se fijaron en nuestros seres: la pequeña niña de ojos grises y tez pálida seguida por el hombre barbado, flacuchento, pálido y ojeroso. En mi defensa diré que ha sido un siglo muy difícil. 

La mesera nos miró, con curiosidad y asco, pero ya nos habíamos acostumbrado. De hecho en una ocasión llamaron a la policía porque creyeron que la tenia cautiva y tras una identificación falsa y algunos billetes en el bolsillo del guarda pudimos irnos.

Ella pidió sus huevos y su jugo y yo un café negro mientras las miradas, nada discretas nos seguían desde todos los puntos del establecimiento, ella comió sus huevos y yo bebí mi café sin azúcar. Nos lavamos los dientes y al subir al auto le pregunté a donde quería ir. Me miró vacilantemente, creo que era la primera vez que le peguntaba.

-No sé, no conozco, este país como tú. Vamos a donde quieras- y una sonrisa iluminó su rostro y toda mi mañana.

-Supongo que podemos ir a la playa. No estamos muy lejos y unas vacaciones nos caerían bien.

Ella asintió y nos enfilamos camino a la playa. Tendría unos cien, ciento cinco años sin unas vacaciones y nunca la había llevado a la playa, estaba tan entusiasmado como ella.

Estacionamos en lote de concreto muy lleno mientras la risas y el calor invadían de a poco el estacionamiento. Ella se cambio en un baño cercano, mientras yo, a la vista alarmada de todos me bajaba los pantalones para mostrar una desteñida pantaloneta que me llegaba a las rodillas. La arena esta fina y caliente, mientras el sol de la mañana hacia hervir la piel de las personas que allí habían, una cuantas gaviotas sobrevolaban la costa y el viento recorría la playa más rápido que el perro que estaba jugando a la pelota.

-William, cárgame hasta el mar.- había salido del baño con los tenis en la mano y toda la ropa colgando de su hombro. Te amo, te amo tanto; se me agitó el pecho vacio.

Puse la ropa en una bolsa y la cargue en mis hombros hasta que el agua fría del mar me llegó al vientre sin ombligo. La playa es una cosa curiosa, uno está en la arena hirviente y menuda para luego caer en el mar frio y denso.

El agua estaba muy fría y muy húmeda para mi gusto, pero a ella parecía fascinarle, así que  jugamos un rato a saltar las olas mientras pequeños pececillos mordían mis piernas para luego alejarse hacia las entrañas del mar.

Nadamos hasta entrado el medio día, luego salimos a retozar un rato en la playa. Seguidos de miradas curiosas y asqueadas que nos juzgaban. Al principio yo también los maldecía, pequeños y débiles que se atrevían a hacer juicios sin contar sus propios pecado; pero tras mi estadio nada corto junto a ellos, les tengo lastima y por qué no, un poco de piedad.

Ella dormía, escuchaba su corazón latiendo sobre la arena cálida y su respirar que movía la brisa de toda la playa. Así pasamos las horas, ella durmiendo y moviendo el mundo, yo esperando su despertar y disfrutando de las gaviotas que danzaban en el teatro de fondo azul rodeadas de miradas incrédulas y contaminadas de perjuicios.

Cerca de las dos ella despertó.

-William, ¿me compras un helado?

-claro- no tenía dinero, así que recolecté algunas rocas y tras unos segundos de concentración sentí como se convertían en monedas- vamos.

Me levanté y la tomé de la mano, te amo, te amo tanto; se me agitó el pecho vacio. La fila de los helados estaba muy larga, así que la deje de última mientras miraba rápidamente si habían suficientes para nosotros. Y no los había, se me subió a la garganta un atisbo de desilusión y pensé que tendría que hacerle un helado con arena.


-Vámonos Sara, no hay suficientes helados, veamos donde encontramos más. La busque con la mirada y no encontré .Se me agitó el pecho lleno de pánico.

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