-¿Y
cómo sabes que está muerto?
-No
sé- respondí de manera seca y un poco inquieta- sólo puedo decirte que está
muerto y tú tienes que creerme.
No
dijo nada más, pero vi las preguntas arremolinándose en su rostro. Emprendió el
camino al auto mientras yo le prendía fuego a lo que quedaba del cadáver del
vampiro. Me limpié las manos y también me metí en el auto. Adentro estaba
caliente y olía al nuevo ambientador que ella había escogido.
Se
estaba abrochando el cinturón cuando me preguntó:
-¿Cuándo
será mi turno de escoger la ciudad? Siempre que la escoges tú terminamos
trabajando.
La
miré un segundo con lo que debió ser paciencia y lastima en los ojos. Sólo
tenía unos ocho años, con sus ojos grises y su cabello negro me había llamado
la atención de inmediato hace unos meses. Además era muy valiente, inteligente
y sobre todo era muy madura para su edad.
Te amo, te amo tanto; se me agitó el
pecho vacio.
-De
acuerdo, ¿adónde quieres ir?
Se
molestó, claro ya era muy tarde, no podíamos ir a ningún lado.
-A
dormir- me dijo tajantemente y se enfurruñó.
Conduje
hasta el motel más cercano mientras se
me encogía el valor y la culpa me llenaba la cabeza y el pecho. Entramos a la
habitación, ella se puso su pijama en el baño y luego se fue a dormir sin darme
las buenas noches. Y yo me senté en la cama de en junto mientras el dolor me
consumía como una descarga eléctrica.
Te
amo, te amo tanto, se me agitó el pecho vacio. Sara, la amaba, la amaba con
intensa pasión, de la manera más pura y más desinteresada del mundo, ni Dios
puede amar a sus hijos como yo la amo a ella. Ella me había encontrado hace
diez meses cuando yo estaba cazando en alguna parte de la pampa, la vasta
pampa. Seguía la pista de una bruja que estaba robando los niños de la
localidad. La cosa se puso fea y antes de darme cuenta tenia a la niña en el
asiento de al lado y un cadáver en la cajuela. Desde entonces ella me había
acompañado, sin padres, sin hermanos, sin nadie que la extrañara; creí que me
pediría que la dejara ir, que no le diría a nadie, pero cuando me detuve en el
pueblo me dijo que quería venir con migo porque yo “era suyo, no sabía cómo, ni porque, pero yo era suyo” y el pensamiento me atravesó tan rápido como
un rayo: Te amo, te amo tanto y se me agitó el pecho vacio.
Se
despertó a la mitad de la noche y entre sueños y lagrimas me dijo: “William, no
quiero estar enojada contigo; buenas noches”. Y la paz vino a mí de nuevo. Te
amo, te amo tanto, se me agitó el pecho vacio.
Amaneció
rápido y ella se estiró en la cama, bajo las cobijas, tenía el cabello corto
enmarañado sobre sus ojos y la almohada húmeda por haber llorado en la noche.
Me dio los buenos días y se fue al baño. Yo me moví tras otra noche de
estatuas. Me cambié la ropa y aliste las cosas para salir. Ella salió del baño
oliendo al jabón de los moteles, ya me había preguntado si podía comprarle uno,
pero siempre se me olvidaba. Te amo, te amo tanto, se me agitó el pecho vacio
mientras su sonrisa iluminaba mi mundo.
-¿Vamos
a desayunar?
-Seguro.
¿Qué quieres desayunar?
-
Huevos y jugo de naranja.
Salimos
en el auto y al poco tiempo entramos a uno de esos restaurantes junto a la
carretera.
Todos los rostros se fijaron en nuestros seres: la pequeña niña de
ojos grises y tez pálida seguida por el hombre barbado, flacuchento, pálido y
ojeroso. En mi defensa diré que ha sido un siglo muy difícil.
La
mesera nos miró, con curiosidad y asco, pero ya nos habíamos acostumbrado. De
hecho en una ocasión llamaron a la policía porque creyeron que la tenia cautiva
y tras una identificación falsa y algunos billetes en el bolsillo del guarda
pudimos irnos.
Ella
pidió sus huevos y su jugo y yo un café negro mientras las miradas, nada
discretas nos seguían desde todos los puntos del establecimiento, ella comió
sus huevos y yo bebí mi café sin azúcar. Nos lavamos los dientes y al subir al
auto le pregunté a donde quería ir. Me miró vacilantemente, creo que era la
primera vez que le peguntaba.
-No
sé, no conozco, este país como tú. Vamos a donde quieras- y una sonrisa iluminó
su rostro y toda mi mañana.
-Supongo
que podemos ir a la playa. No estamos muy lejos y unas vacaciones nos caerían
bien.
Ella
asintió y nos enfilamos camino a la playa. Tendría unos cien, ciento cinco años
sin unas vacaciones y nunca la había llevado a la playa, estaba tan
entusiasmado como ella.
Estacionamos
en lote de concreto muy lleno mientras la risas y el calor invadían de a poco
el estacionamiento. Ella se cambio en un baño cercano, mientras yo, a la vista
alarmada de todos me bajaba los pantalones para mostrar una desteñida pantaloneta
que me llegaba a las rodillas. La arena esta fina y caliente, mientras el sol
de la mañana hacia hervir la piel de las personas que allí habían, una cuantas
gaviotas sobrevolaban la costa y el viento recorría la playa más rápido que el
perro que estaba jugando a la pelota.
-William,
cárgame hasta el mar.- había salido del baño con los tenis en la mano y toda la
ropa colgando de su hombro. Te amo, te amo tanto; se me agitó el pecho vacio.
Puse
la ropa en una bolsa y la cargue en mis hombros hasta que el agua fría del mar
me llegó al vientre sin ombligo. La playa es una cosa curiosa, uno está en la
arena hirviente y menuda para luego caer en el mar frio y denso.
El
agua estaba muy fría y muy húmeda para mi gusto, pero a ella parecía
fascinarle, así que jugamos un rato a
saltar las olas mientras pequeños pececillos mordían mis piernas para luego
alejarse hacia las entrañas del mar.
Nadamos
hasta entrado el medio día, luego salimos a retozar un rato en la playa.
Seguidos de miradas curiosas y asqueadas que nos juzgaban. Al principio yo
también los maldecía, pequeños y débiles que se atrevían a hacer juicios sin
contar sus propios pecado; pero tras mi estadio nada corto junto a ellos, les
tengo lastima y por qué no, un poco de piedad.
Ella
dormía, escuchaba su corazón latiendo sobre la arena cálida y su respirar que
movía la brisa de toda la playa. Así pasamos las horas, ella durmiendo y
moviendo el mundo, yo esperando su despertar y disfrutando de las gaviotas que
danzaban en el teatro de fondo azul rodeadas de miradas incrédulas y
contaminadas de perjuicios.
Cerca
de las dos ella despertó.
-William,
¿me compras un helado?
-claro-
no tenía dinero, así que recolecté algunas rocas y tras unos segundos de
concentración sentí como se convertían en monedas- vamos.
Me
levanté y la tomé de la mano, te amo, te amo tanto; se me agitó el pecho vacio.
La fila de los helados estaba muy larga, así que la deje de última mientras
miraba rápidamente si habían suficientes para nosotros. Y no los había, se me
subió a la garganta un atisbo de desilusión y pensé que tendría que hacerle un
helado con arena.
-Vámonos
Sara, no hay suficientes helados, veamos donde encontramos más. La busque con
la mirada y no encontré .Se me agitó el pecho lleno de pánico.
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