Sólo vi al Sargento dos veces: la
primera fue siete años después de la Guerra de la Rabia, en ese entonces era
joven, radiante, con el cabello lustroso y la mirada determinada. La segunda
vez fue la semana pasada: sabía que su raza envejecía rápido, pero nunca
imagine que tal decrepitud pudiera manifestarse en un cuerpo con tal rapidez.
Estaba en la cafetería, en la ultima mesa al lado de la ventana tomando café
negro y fumando medio cigarrillo; al principio pensé que me había equivocado,
que era imposible, pero cuando me hizo un gesto amigable con la mano fue
imposible negar que esa era mi fuente.
El sargento y yo nos habíamos reunido
por primera vez cuando su cargo de conciencia pesó mas que todas las medallas y
las amenazas que le llegaron tras dirigir
el gran ejercito central contra los rebeldes del norte; y me relato con lujo de
detalles los intrincados planes de traición, sacrificio y corrupción que llevo
a ambas partes a prolongar la guerra mas allá de la cordura y la esperanza.
Pero ahora, este decrepito y viejo hombre, con pocos cabellos sobre su cabeza y
dentadura falsa hacen parecer que estos últimos 5 años se hubieran dilatado
algunas décadas para él.
-Me están matando –Dijo mientras
se llevaba a la boca algunas pastillas de colores brillantes –Pero no sé como lo
hacen, a veces creo que es el agua, a veces creo que es la comida y a veces que
son estos medicamentos que me entregan cada mes.
Muchas preguntas se tropellaban
en mi mente, era obvio que lo estaba matando el gobierno, pero ¿Por qué no se
iba? ¿Por qué seguía tomando esos medicamentos? ¿Por qué me había vuelto a
llamar? No me decido que quiero preguntar primero.
-Aun así –Continuó el Sargento melancólico
–No me muero lo suficientemente rápido para su gusto. A veces hay alguno de
ellos, parado bajo mi ventana o esperando a que suba a un auto antes de
seguirme.
-¿Entonces, están aquí? –La sorpresa
me invadió, haciéndome dar un pequeño salto en mi asiento.
El Sargento afirmo con un
movimiento leve de la cabeza y señalando discretamente con el mentón a una
mujer sentada en la barra del restaurante y a una pareja sentada en la mesa que
da a la salida del restaurante.
-No me queda mucho –Dijo el Sargento carraspeando un poco y acercándose un
poco me da la mano, siento como se enfría su piel ajada y curtida –Pero esto bastará. Ahora escúcheme bien,
usted va a ir al baño, va a entrar al tercero desde la puerta, va a mover una
baldosa suelta y saldrá por el callejón de atrás, va a irse al aeropuerto y va
a salir del país con este boleto. El vuelo sale en 40 minutos, y le va a contar
esta historia al mundo. Todo esto lo va a hacer sin mirar atrás, sin mediar
palabra y sin llorar.
En un gesto discreto, apenas
perceptible, el Sargento cambia nuestros maletines y me da a mi uno mas pesado.
Se despide con gesto nostálgico y yo, son decir nada sigo sus instrucciones; lo
miro un segundo, para asegurarme de no olvidar al viejo héroe de guerra.
Hago todo tal y como me lo dijo
el hombre, en cuanto entro al baño un ruido de platos rotos inunda el
restaurante, pero yo continuo, al salir al callejón se escuchan disparos
saliendo del pequeño recinto y haciendo estallar los cristales. Entonces yo
corro, corro por miedo, corro por nostalgia, corro por dolor, corro por un
amigo.
Me tardo 30 minutos de
interminable paranoia para llegar al aeropuerto, en medio del maletín que me
dio El Sargento está el boleto de avión, puedo ver que esta lleno de muchos
papeles y fotografías –que algún tiempo después y desde tierras extranjeras,
descubro que son permisos para la experimentación en población civil, corrupción
y los planes para una nueva guerra –En medio del vuelo, una azafata nos llama
la atención: noticias locales acaban de informar que hubo un robo a una pequeña
cafetería del centro, hay varias civiles heridos y un héroe de guerra muerto.
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