Había una vez, un ego diminuto y escuálido, parecía la sombra de una
hormiga desnutrida. El ego, imperceptible se paseaba por el amplio corredor cuidando no
ser aplastado por otros egos más imponentes y robustos. Se pasaba la noche
acurrucado en un rincón, en medio de la oscuridad mientras los otros reían y
gozaban en pequeños grupos.
Un día, en medio de uno de sus recorridos por el pasillo, a un gran ego
de porte imponente se le cayó algo del bolsillo: Un espejo. El minúsculo ego se
observo un momento ante el extraño objeto. Estaba esquelético, demacrado con
las orejas saltonas y el rostro de garabato. Era pálido y transparentoso como
el fantasma de una sombra; entonces el ego se encogió otro tanto, sus brazos
eran largos y huesudos, sus piernas estaban muy juntas y sus pies eran
demasiado gruesos para su cuerpo. El ego se encogió otra pisca.
Pero en medio del rostro de garabato habían dos ojos que brillaban como
rubís, con una extraña luz propia, el ego los vio y pensó que eran hermosos,
entonces se estiro hasta doblar su tamaño. Entonces, vio sus labios largos y
carnosos y el ego se extendió otro tanto. Ahora sus brazos no parecían tan
largos, parecían precisos y certeros; y el ego se hizo gigante, su cabeza tocó
el techo del pasillo mientras continuaba mirándose al espejo.
El ego vio su cabello sedoso, su nariz respingada y sus ojos
centelleantes, entonces desvió su mirada del espejo y se dio cuenta que los
demás egos eran ahora pequeños bultos que lo observaban con curiosidad desde
abajo. El ego creció tanto que rompió la estructura y pudo observar el cielo.
Era grande y majestuoso, brillando con luz propia. El ego se dio cuenta
que era justo como el cielo y que no descansaría hasta hacerse tan grande como
él.
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