Hirviendo en una olla llena de hollín
la sustancia oleosa se mecía lentamente rebotando en las paredes del
contenedor, creando pequeñas olas que se movían en cámara lento a lo largo de
la superficie. El anciano artesano movía la mezcla con una vieja cuchara de
madera carcomida por los años y la humedad propia del trabajo.
Afuera, el cielo era un gran lienzo
blanco, rebosante de nubes, rasgado ocasionalmente por el vuelo de un pájaro melancólico. El anciano tomo una cucharada y
la dejo escurrir al interior del recipiente: la consistencia era perfecta. Tomó
unos viejos harapos sucios, los usó a manera de guantes para sujetar la olla,
se asomó al pórtico del taller y lanzó en el contenido hacía el cielo creando
una columna despareja que se elevaba contra gravedad.
Así el viejo artesano volvió a
pintar el cielo de azul.
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