La tarde
avanzaba rápidamente en las cercanías, pero al interior, el tiempo parecía atascado
entre los engranajes del reloj. El viaje al museo había sido tan, o incluso mas
aburrido de lo que se había imaginado: un montón de ventanas estáticas y trozos
de mármol pausados como en el tiempo en la habitación. Ocasionalmente alguien
tosía o murmuraba pero el ruido terminaba rápidamente dejando tras de sí un eco
voluble.
No entendía
porque su clase había escogido ese lugar en lugar de ir al zoológico como cada
año. En el gran recinto sólo habían ancianos de elegantes trajes, muy viejos
para bailar o disfrutar la vida; todos parecían interesados en los cuadros y
esculturas que –para sus ojos –empezaron a ser copias multicolor de otras versiones
en otras alas del museo.
Se alejó un
poco del grupo para observar el mundo real en movimiento: un ave volaba rápidamente
haciendo giros cerrados sobre un gran árbol cuyas delicadas flores se abrían pausadamente
expulsando un olor que atravesaba la ventana. El sol descendía alargando las
sombras como dedos largos y monstruosos se agitaban por alcanzar el edificio antes
de la caída de la noche. Un perro melancólico aullaba a un gato sobre un tejado
rojizo que se veía al fondo, tras el árbol.
La maestra
tocó su hombro con un gesto delicado interrumpiendo la escena que danzaba frente
a los ojos del muchacho:
-El museo está
cerrando, es hora de irnos –La mujer señaló a unos guardas de seguridad que guiaban
una multitud fuera de la habitación. La mujer miro brevemente hacía el frente y
sonrió –Me alegra que hayas encontrado
una pintura que gustara.
El muchacho
miro de nuevo: el sol, el árbol, las flores, el perro, el gato y el pájaro de
acuarela se detuvieron inmediatamente inmortalizados en el viejo lienzo.
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