El
camino, si de verdad existía, era un túnel estrecho rodeado de vegetación densa
y apretujada. El auto pasaba lentamente entre la maleza, casi violando la estrecha
abertura que se extendía por las entrañas del monte. Sean amaba viajar de noche,
lo consideraba un reto a los sentidos y se había vuelto adicto a la adrenalina
que se inyectaba en su sistema cada vez que algún ruido rebotaba en la
oscuridad o un animal que pasaba corriendo justo frente a los faros de su auto.
Las
vacaciones en un pequeño pueblo junto a las montañas lo habían entusiasmado y
se embarcó sin conocer la dirección del todo bien. Ahora estaba preocupado por
perderse en medio del denso bosque, sin señal de celular o alguna otra conexión
con el mundo ya no sentía adrenalina, era miedo puro.
Las
ramas se frotaban contra el techo del auto, dando la sensación que decenas de
garras trataban de rasgar el fuselaje del vehículo y extraer a Sean hacia una
gran boca en medio del bosque. Un sudor frio le recorría la espalda y el
vientre mientras su respiración crecía a cada momento, no se veían casas, rutas
o algún vestigio de vida humana hasta donde la vista le alcanzaba.
Por
el rabillo del ojo podía ver como las raíces de los viejos arboles sobresalían de
los montículos resecos de tierra formando rostros deformes y criaturas que se
asomaban curiosas a su encuentro, que reían de manera macabra y parecían frotar
sus manos. Sean suspiro y cerro sus ojos tratando de calmarse, el camino era
tan denso y curvo que si aceleraba demasiado podía terminar contra un árbol o
atascado en una curva. “Sólo estás cansado, eso es todo” pensó para sí. Al
abrir sus ojos pudo ver por el espejo retrovisor como las criaturas brotaban
desde las raíces de los árboles y empezaban a rodear el vehículo en la
oscuridad.
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