El
maletín negro abandonado en medio de la estación de trenes esperaba
pacientemente que su dueño reapareciera desde la multitud. Niños que corrían
con sus cortas piernas para no perder a sus madres, hombres de traje que
hablaban charlas cortadas a través de un pequeño celular, mujeres de largos vestidos
y cabello trenzado que recorrían ágilmente el reducido espacio invadido por
personas ruidosas y desconsideradas: el lugar estaba atiborrado.
Una
pantalla mostraba que el próximo tren llegaría en unos tres minutos, cientos de
personas emergiendo del largo cilindro metálico mientras muchas otras intentaban
entrar a toda costa. El espectáculo está preparado, sólo faltaba la apertura
del gran telón. Conforme se reducía el
tiempo en el reloj, las personas se apeñuscaban cada vez más y más en las cercanías
del puente de abordaje, las conversaciones se transformaron en una discreta algarabía
mientras el maletín seguía esperando a su dueño.
El
gran tren llego con sorprendente silencio, opacado por la muchedumbre que
intentaba adentrarse en él y los gritos ofuscados de los que intentaban salir,
ancianos que empujaba jovencitas, niños escarbando entre las piernas de los
adultos, hombres chocando entre ellos en un gran caos que sólo duraría segundos
antes de regresar a la acostumbrada calma de cada uno.
Repentinamente
una gran onda desgarro los gruesos muros, aplastando a mucho y al parecer,
desintegrando aquellos que estaban mas próximos. Una gran oleada de calor se
esparció por todo el recinto, las instalaciones eléctricas se agitaban como
venas agonizantes por los agujeros en la pared. Y de todo aquel desastre
causado por la bomba, sólo quedó de testigo un viejo maletín negro que alguien
había olvidado hace semanas.
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