Era
una de esas mañanas, donde la cama llama, la almohada conversa y las cobijas
abrazan; también era de esas mañanas donde hay que ir a reclamar las pastillas
que evitan la conversación con los muebles.
Al
llegar, me dirijo a la ventanilla de recepción; una ventana reducida llena de
números que habitan hojas y rodean a una muchacha de gafas gruesas como raíces
cuadradas; allí debo esperar a que el hombre calvo termine de desayunar los
delgados hilos que se enredan en su tenedor, que es casi tan brillante como su
cabeza. Cuando el hombre termina, me envía a farmacia; donde la niña habla por
su celular durante 15 minutos, luce muy preocupada por sacar a la pequeña
persona que se ha quedado atrapada dentro del pequeño aparato; aun así
interrumpe su heroica misión para decirme que debo regresar a la caja; en la
caja el hombre calvo habla con una señora regordeta, probablemente llena de los
hilos que comía el hombre calvo; que me envía a recursos humanos. No voy a ese
lugar, los recursos son hechos para ser explotados y a mí me da miedo estallar.
Ante la inminente
posibilidad de quedar atrapado entre números y raíces cuadrados, en un celular
pegado a la oreja a de una chica que habla muy fuerte o estallar como una mina
de oro, he decido que no es necesario reclamar los medicamentos, las voces
irreales suelen tener buenas ideas.
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