El invernadero era un edificio lustroso, envuelto en una luz densa y fría
que llenaba como un gas la totalidad del lugar. Augusto era el nuevo empleado y
su trabajo consistía en regar las plantas, ponerles abono y moverlas hacía a
fuera para su venta. El día llegaba a su fin y con él, el dolor de espalda se
hacías más fuerte, de no ser porque de verdad necesitaba el dinero habría
renunciado ni bien terminara el primer día.
La última tarea de la jornada era cerrar la llave central del agua, que
estaba al fondo del edificio que tenía el largo de una cancha de futbol. La
llave estaba un poco rígida, pero tras un gran esfuerzo, esta se cerró con un
fuerte chirrido; al levantarse Augusto se sorprendió por lo oscuro del lugar:
aunque el sol no había bajado del todo, los árboles frutales proyectaban sus
sombras siniestras ennegreciendo el lugar.
Augusto no había notado que los árboles –aun plantados en bolsas negras de
tierra –formaban un corto túnel con cinco troncos a cada lado. Con el deber
cumplido se introdujo en el estrecho túnel (ya que las ramas superiores eran
apenas más altas que él), de inmediato un olor a cítricos llenó el aire y la
oscuridad se hizo casi total, obligándole a extender sus manos para no tropezar.
Una punzada de nervios lo atravesó: no recordaba haber pasado por ese lugar camino a la llave,
así que se giró para salir del túnel, pero un gran tronco ocluía su salida.
Una oleada de pánico le recorrió el cuerpo, trató de avanzar por el
estrecho túnel tocando con su mano los troncos: 3…4…5…6. ¿Había contado bien? Antes
de meterse estaba seguro que sólo habían cinco arboles a cada lado, así que
continuo tratando de avanzar más rápido, pero el camino seguía prolongándose indefinidamente,
por el rabillo del ojo pudo ver como los dos últimos árboles se separaban y se
deslizaban por fuera del túnel mientras los que ocupaban ahora el final se
cerraban de inmediato. Le tomo unos momentos darse cuenta que los árboles se
deslizaban por fuera de la formación para atraparlo en aquel pequeño capullo. Dio
un grito desde el fondo de su garganta y se lanzó contra la sólida oscuridad
que se alzaba frente a él, presa del miedo y el inconfundible instinto que antecede
a la muerte.
La mañana llegó lentamente, como por pedazos. El dueño del invernadero
ingresó, algo molesto por la ausencia por Augusto, para abrir la llave central
al fondo del invernadero. Ya era el décimo sexto empelado que no volvía a
trabajar.
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