Las gotas de agua caían cuales balas de cañón disparadas desde el
firmamento, rebotando contra el suelo hasta quedar suspendidas como partículas
de polen cristalino flotando en el frio aire invernal. Luego, atraídas de nuevo
a la tierra se fragmentaban arrojando secciones acuosas diminutas que también caían
presas de la gravedad; este proceso de rebote y división se repetía infinitas
veces, produciendo millones de gotas imperceptibles a la vista humana que se
desplomaban hacía los charcos, tan ligeras que no podían penetrar más allá de
la superficie del agua hasta que algún zapato, roca o el paso acelerado de
alguien, generase un quiebre que las unía. El espectáculo era inevitable: llovía por toda
la ciudad.
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