Con las pupilas en cabeza de alfiler, los labios resecos, las mejillas al
rojo vivo, un sudor frio que le humedecía el cabello; las venas del cuello
claramente visibles desde el exterior, el corazón vibrando justo bajo la piel.
El estómago relleno de capullos a medio eclosionar, las rodillas temblorosas y
las manos frías era muy evidente que estaba drogado más allá del límite humano;
al borde del colapso, entre lo tangible y lo inverosímil. Su madre siempre le
había dicho que no aceptara cosas de extraños, pero así era el amor: imprevisto,
contundente, adictivo; como toda buena droga.
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