Hace aproximadamente unos seis o siete años –nunca pensé en utilizar esa
expresión, muestra inequívoca que estoy envejeciendo –conocí a una persona cuyo
impacto en mi vida continua como ondas que se expanden en el agua. Este
personaje, a quien inicialmente conocí con el apodo de “El vacío” fue durante
mucho tiempo una persona enigmática y casi oculta, en muchas ocasiones no era
más que un puñado de sal al viento. Extremadamente culto, de lenguaje
sofisticado y modales rígidos, a mis ojos era un misterio, una incógnita lista a ser despejada, con el paso del tiempo
establecimos una clara relación maestro-aprendiz. Aun después de tanto,
desconozco los motivos por los cuales decidió verse envuelto conmigo en esa
clase de intercambio, pues era una persona sumamente solitaria y reservada.
Aun lo considero mi maestro, ya que hizo conmigo lo que todo maestro debe
hacer: abrió mi mente a universos ocultos en gotas de agua, me forzó a pensar
ya decir por mí misma, me ayudó a crear
mi criterio, mi propio sistema de creencias, a diferenciar las distintas tonalidades
de la vida y a crear una paleta de colores donde los extremos se habían
desdibujado. Sin embargo la lección más fuerte que me dejó –y la que creo es la
que rige mi vida con más influencia –se revelo de manera tan inesperada que me
tomó años entenderla del todo.
Mi maestro, como ya lo he dicho, era una persona extremadamente rígida,
consideraba opiniones diferentes a las suyas como abominaciones, oxígeno y
saliva desparramados por el mundo de manera aleatoria, pero por algún motivo
siempre estaba dispuesto a escuchar a todos: genios e idiotas, liberales y
conservadores, jóvenes y ancianos. Conociéndole como lo hacía, esto suponía la
mayor incógnita, y así, en lo que vino siendo nuestros últimos meses juntos –aunque
en ese momento yo no lo sabía, obviamente –no pude soportar mas la duda y decidí
preguntarle directamente el porqué de un aspecto tan puntual de su vida, cosa
que nunca había hecho. Recuerdo sus ojos negros y una discreta sonrisa que se
formó en su rostro, permanentemente serio, Mi maestro aspiró un suspiro y empezó
un relato que, golpeado por el paso del tiempo va más o menos a así:
“Como sabes, me hago llamar “El vacío” ya que hay en mi espíritu un
profundo agujero que no puedo llenar, sin importar las diferentes hambres que
satisfaga en mi cuerpo, durante mucho tiempo creí que tendría que cargar con
esto hasta que hace algunos años, en medio de una discusión filosófica, conocí a
un muchacho que citaba a Nietzsche con elocuencia grandiosa y ademanes histriónicos
que lo convertían en un monigote por demás curioso. Este joven, despertó en mi
algo que llevaba dormido mucho tiempo: la curiosidad; el muchacho recitaba sin
prestarnos atención, entregado en su propio de devenir, del cual éramos meros
testigos. Nos ofreció espectáculo que rara vez es observado por los seres
humanos: él estaba madurando frente a nuestros ojos incrédulos y desesperados
Terminada la sesión, me reuní con él en un salón para profundizar en este
personaje, me lleve una desagradable sorpresa al ver que este hombre estaba
lleno de contradicciones, no en sus ideas, sino en sus acciones y la musa se
desmorono: todos aquellos ideales que recitaba no eran más que prosa aprendida
por algún mono parlanchín. Esta
experiencia terminó en una reflexión que tuve que cargar durante meses: si me
quedo con la sola idea, con un acto seré incapaz de ver a la persona, podré
alabar a un ídolo de barro o perderme de la verdadera poesía. El escuchar a las
personas, aun en los tópicos o ideas que me disgustan, las hace reales, pasan
de ser meras opiniones a convertirse en seres tangibles, que llenan mi mundo;
llenan el vacío en mi interior.”
Repasé esa lección durante mucho tiempo, pero era difícil ver a las
personas como más que un argumento que repetían constantemente, como su acción más
sobresaliente. Pero ocurrió lentamente, como el vapor que empaña un cristal
hasta condensarse en gotas que descienden por el marco.
Lentamente nuestra relación alcanzó su final, ni él podía enseñarme más
cosas ni podía aprender más cosas de mí, terminamos por disolvernos y convertirnos
en amigos. Aun hablamos ocasionalmente, pues nuestras metas se han distanciado,
él ha encontrado alguien que derribe sus muros rígidos, me atrevería a decir
que actualmente ya no está vacío e incluso me aventuro a suponer que es feliz. En cuanto
a mí, aún gozo de sus enseñanzas, creo las mías propias y me preparo para el
día en que, sin darme cuenta, me convierta en la maestra de alguien.
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