Las murallas que rodeaban el castillo se hundían lentamente en el fango, a
un ritmo imperceptible para los ojos humanos; el hechicero veía el espectáculo con
desesperante paciencia, parte de si tenía la esperanza que el lodo abriera una
gran boca que devorara rápidamente a todas aquellas insignificantes vidas de una sola vez.
El chillido de un ave devorada por una serpiente lo sacó de su transe, pero
rápidamente volvió a sus planes: arrojar una gran bola de fuego sobre todas sus
vacías cabezas sería muy aburrido tanto por el largo tiempo que tomaría
formarla como por la muerta rápida que causaría. ¿Una peste? No, el correr de
los años le había mostrado lo astutos que pueden ser los humanos, tarde o
temprano encontrarían una cura.
El sonido de las escamas frotándose las unas contra las otras mientras la serpiente
se enrollaba al sol para digerir su presa, hizo que surgiera una gran idea:
como un rayo que impacta contra una roca, un terremoto que parte una montaña, o
una bala de cañón de irrumpe en una tienda de cristal: tan repentino y clara,
tangible y delineada que lo hizo saltar de su puesto y correr de su puesto hasta
el mal oliente pantano que engullía de a poco el lugar.
Otra cosa que había aprendido de los humanos con el paso del tiempo, era lo
violentos que podían llegar a ser; así que tomó una gota de sangre y la derramó
sobre el fango. Una pequeña vibración se extendió al principio leve y corta,
luego aguda y repetitiva haciendo que los animales huyeran del lugar, el
pantano pareció hervir: grandes burbujas y columnas se levaban hacia el cielo,
dejando escapar fétidas nubes de vapor verdoso. De cada columna se formó un soldado
húmedo y caliente que parecía derretirse y volverse a armar con cada paso, el ejército
emergía lentamente del lugar, utilizando su pegajoso cuerpo para escalar por
los muros del castillo.
El hechicero se sentó en un tronco caído mientras el ejército continuaba
emergiendo del pantano; dentro del pantano los gritos empezaban a escucharse.
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