El muro norte de la iglesia fue empalado por el robusto tronco de gran
roble que perforaba el vitral con sus ramas filosas rebosantes de hojas aromatizadas.
Las viejas blancas a medio podrir se confundían con las raíces que
serpenteantes que se elevaban y se enterraban en la tierra húmeda y fresca.
Algunas estatuas de yeso, ya con los rostros irreconocibles por el musgo
creciendo sobre ellos, yacían rotas haciendo las veces de panal para algunas
abejas que zumban en la noche. La luna, como un gran foco nostálgico derramaba
su luz pálida y fría sobre el viejo edificio que yacía agonizante sobre la
colina.
Un hombre de abrigo largo hacía resonar sus pisadas recubiertas por zapatos
de charol, su bigote canoso y su cabeza calva revelaban su longeva existencia,
mientras sus ojos vidriosos chispeaban con una extraña juventud nostálgica. El
hombre se sentó en una banca fundida en los pies del árbol, ahuyentado con su
presencia algunas cigarras temblorosas, lanzó un largo suspiro agudo que movió
hojas en las ramas cercanas.
El eco de otras pisadas se hizo presente en la gran estancia, el anciano
volvió la vista y observo en medio de la oscuridad salpicada de plata: hizo
presencia un hombre joven con el cabello lustroso, los ojos profundos y una
cicatriz en la mano; el hombre, vestido de traje y corbata pasaba su dedo sobre
la superficie polvosa de algunos asientos que se resquebrajaban como cascara de
huevo, produciendo un sonido crujiente y reseco.
-¿A qué has venido? –El hombre continuaba con la mirada perdida en los juegos
de sombras coloridas creados por el vitral y la luz plateada.
-A hablar contigo –Dufray observó atentamente los rasgos del joven: la nariz
puntiaguda, la barbilla partida, las largas pestañas y las cejas revueltas –A recordar
un poco el pasado.
-No tenemos nada de qué hablar –Yezirhe perdía rápidamente
el interés, cuando sintió a Dufray en la iglesia tenía la esperanza de hacer
otro trato ya que el ultimo había resultado exageradamente fructífero, al menos
para sí. Era difícil imaginar que aquel hombre reseco y arrugado, que parecía
estar listo a desintegrarse en cualquier momento, fuese otro traficante de
muerte –Si no vamos a hablar de negocios, no hay motivo para permanecer aquí.
-Quiero anular el trato –Dufray observaba
un capullo colgando en el borde de una rama baja, que palpitaba lentamente como
un pequeño corazón negruzco –Los beneficios que me prometiste nunca se dieron.
-Yo no te prometí ningún beneficio –Yezirhe
se apretó el puente de la nariz mientras una oleada discreta de ira crecía
dentro sí. Nada hablaba peor de una traficante de muerte que la inconformidad
de un cliente. –Te di lo que me pediste, sólo omití las posibles desventajas de
nuestro trato.
-¡Quiero el Icor de regreso! –Dufray se
puso de pie de inmediato, en un sorpresivo arranque de ira explosiva –Te pedí
una vida humana normal, donde pudiera conocer el amor, la familia y la amistad.
Pero sólo me has traído enfermedad, dolor soldad y traición.
-Todas esas experiencias también forman
parte de la vida –Yezirhe se dejó caer en una banca, levantando una nube de
polvo que rápidamente se asentó en el suelo –Lo que tu deseabas era seguir
siendo un dios, un inmortal, soñabas con la reverencia y sumisión de los
humanos; pero lo que me pediste, era un cuerpo humano sujeto a todas las
inclemencias de la vida mortal. Yo cumplí tu petición, olvidaste formular el
deseo correctamente, ese no es mi problema, no desharé el trato.
Gruesas lágrimas caían por sus mejillas
resecas, la fuerza de sus viejos pies torcidos se terminó, haciéndolo caer de
espaldas en el altar cubierto por la tierra y las hojas caídas.
-Entonces, quiero comprar mi Icor de
regreso –Dufray sabía que no era mucha lo que podía dar a cambio de tal tesoro,
tal vez tendría que ser el sirviente de aquel codicioso ser. ¿Yezirhe lo había
planeado así? ¿Era todo una complicada estratagema para poseer un guardián
inmortal? No podía evitar sentirse utilizado.
-No –Yezirhe levantó los hombros con desinterés,
se puso de pie, sacudió su traje y emprendió la partida por la puerta sin marco
–No tienes nada que puede interesarme.
-¿Cómo qué no? –Dufray no podía creer lo
que había escuchado –Te daré lo quieras, incluso seré tu sirviente si me sacas
de esta prisión de carne. Por favor
-No –Yezirhe se detuvo, mas no giro su
cabeza, ahora tenía la mirada perdida en un murciélago que cazaba insectos
cerca al cielo –No puedo regresarte tu Icor porque ya lo he vendido.
Un grito agónico emergió de la garganta
de Dufray mientras palabras indistinguibles brotaban atiborradas de su boca. “¿A
quién se lo vendiste? Fueron los únicos vocablos que se entendieron en medio de
su dolor.
-No suelo revelar el nombre de mis
clientes –Yezirhe continuo su marcha, saliendo del viejo edificio, mientras
Dufray continuaba en su ataque de angustia, pronto los gritos del anciano se
perdieron en la noche.
-¿Qué hacías allí? –Una voz femenina irrumpió
en medio de la noche. Yezirhe se giró rápidamente, sorprendido por el hecho que
alguien lo observara sin ser detectado. Elevo la vista y se encontró los ojos ácidos
e inquisidores de Havin, quien lo observaba desde la copa del árbol cercano.
Yezirhe levantó los hombros como librándose
de la sorpresa.
-Creía que iba a hablar de negocios,
pero en realidad terminé explicando los términos de un contrato –Havin descendió
del árbol con una ágil salto y se detuvo a escasos centímetros del rostro de
Yezirhe, quien intimidado, dio un paso atrás –Tranquila, nadie sabe de Dufray y
no tengo interés en deshacer ese deseo, además tengo muchas ganas de saber cómo
va a terminar esto.
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