Es común heredar viejos muebles, fotos viejas, alhajas lustrosas, alguna
penosa enfermedad, una clase de suerte o incluso vicios y costumbres, sin
embargo lo que mi abuelo le heredo a mi padre, a mí, a mis hijos y
probablemente a mis nietos, es muy poco común, pero ha invadido nuestros
hogares y determinado muchas cosas en nuestras vida.
Todo comenzó en las primeras elecciones presidenciales de la década de los
sesentas, por ese entonces mi abuelo tenía 20 años y estaba próximo a casarse
con mi abuela. Las elecciones de ese año las ganó un gran maestro industrial,
dueño de gran parte de las empresas del país, un gran comerciante con
tendencias liberales y visiones internacionales
de globalización y libre mercado. Ideas que la gente del pueblo en el
que vivía mi abuelo, no entendían muy bien; casi toda la comunidad había votado
por su contrincante: un oligarca que exponía ideas de la iglesia, costumbrista
y monopolizador cuya familia era dueña de gran parte del campo cultivable en el
territorio.
Mi abuelo fue a un estanco cercano para escuchar las noticias y ver el
primer discurso presidencial de aquel hombre a cientos de kilómetros de
distancia. Por lo que cuenta el abuelo fue un mensaje hermoso, lleno de
esperanza y promesas de cambio. Al
terminar la transmisión un anciano al fondo del lugar se puso de pie y
empezó a aplaudir al presidente electo; como es de esperarse todos en el bar se
molestaron, lanzándole botellas y papeles con los deseos de callar a aquel
revoltoso; pero fue mi abuelo –un joven impresionable y manipulable –quien se
ganó la furia del hombre al arrojarle algunos trozos de limón que habían
consumido los clientes.
El anciano salió del local en medio de abucheos y basura que le llovía,
pero antes de cruzar el umbral de la puerta que se giró y apretando uno de los
gajos llenos de saliva se dirigió a mi abuelo: “Que ni tu ni tú descendencia
puedan disfrutar de la prosperidad que traerá el señor presidente” luego le
arrojó el trozo de fruta al pecho. Esto causo que más reproches y basura
cayeran contra el hombre, mi abuelo no tomó la amenaza en serio y siguió su
vida como si nada.
Un par de meses después de aquella noche el país entro en un vertiginoso
ascenso económico: al abrirse el mercado con los países lejanos se
incrementaron las ganancias de todos, la empresas se revitalizaron y el campo
tomó un segundo aire. Excepto la granja de mi abuelo que por algún extraño
motivo se volvió estéril: la tierra se volvió particularmente salada y los
riachuelos se secaron en menos de una semana.
Con la oleada de industrialización en las grandes ciudades, mis abuelos lo
dejaron todo y fueron a la capital; pero lamentablemente allí tampoco hubo
mucha suerte: sin mayores estudios quedaron relegados a oficios simples y mal
remunerados. Con mucho esfuerzo impulsaron a mi padre y a mis dos tíos en la
escuela y la universidad; pero cuando el hermano mayor de mi padre se graduó de
ingeniero murió asesinado por una bala perdida a escasas horas de su ceremonia
de grado.
Mi padre y mi tío tampoco han visto una verdadera prosperidad, ya que una
serie de reformas han degradado su trabajo disminuyendo el sueldo de todos
aquellos con el mismo título. Lo que me trajo este recuerdo es que mi abuelo
murió hace escasos días, en medio de una discreta miseria y tras regresar a
casa del funeral he escuchado las noticias: el gobierno ha anunciado algunas
modificaciones al régimen universitario en las que se han reducido los cupos
generales y las becas se le darán a personas para bajos recursos –requisito que
no cumplo por un estrecho margen –por lo que parece es muy poco probable que yo
pueda acceder a esa clase de educación.
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