Para alguien como, que ha vivido su vida entera rodeada de montañas, es
extraño y casi intimidante encontrarse con el firmamento despejado, ver un
horizonte totalmente recto, donde cielo y tierra se estrechan empujándose de
una manera intima es algo inimaginable. El ver el sol emerger tan rápido y
desde tan temprano es desconcertante; ya que las montañas dejan sus sombras diluirse
en una lenta danza que introduce al día en ausencia del astro rey.
La noche también es algo extraño sin las montañas, pues es inevitable
observar como el sol desciende en picada para sembrarse en la tierra, listo
para florecer al día siguiente. La luna –ya sin puntos de comparación –se ve melancólicamente
pequeña, como una moneda lanzada al aire en el cosmos. Puede sonar irónico,
pero es cuando no están los gigantes de piedra, cuando uno puede ver realmente
lo diminuto que es: toda la creación extendiéndose de manera que nuestros
sentidos no alcanzan a percibir es una muestra de nuestro limitado lugar en el
gran orden de las cosas.
Para ser sincera en mi viaje sólo quería descansar y disfrutar un poco,
pero la verdad no creí que entendería de golpe cuan real puedo llegar a ser.
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