El viejo caballo avanzaba
lentamente, la noche se había extendido hace mucho, un viento frio y viscoso
soplaba trayendo olores dulces y cálidos de las casas cercanas. Hernando se
entregó a la resignación: si hubiera salido más temprano no tendría que acortar camino por la arboleda para
llegar a casa a una hora decente.
Menos de media luna se asomaba por
entre las colinas, algunas casas como puntos centelleantes pintados en las
colinas y el cigarrillo en su boca eran las únicas luces que lo acompañaban. Cuando
se internó en el laberinto de madera, la oscuridad se hizo tan densa que podía
tocarla con la punta de los dedos, por un segundo creyó que se perdería pero su
amigo de cuatro patas sabía exactamente donde girar. Hernando dependía de los instintos
de su corcel, por largo rato se movilizó en medio de la negrura en movimientos
que parecían erráticos y repentinos hasta que pudo ver en el horizonte la salida
del bosquecillo.
Una luz llamó su atención por el
rabillo del ojo: parecía ser una linterna, tal vez algún forastero se había
perdido por los parajes, con la salida en su rango visual, Hernando usó las
riendas para detener el caballo y hacerle señas al extraño. Entonces un frio visceral
le atacó, su caballo relinchó agudamente y emprendió una carrera que casi derriba
a Hernando; el animal y el hombre sentían sus corazones a punto de estallar
mientras se acercaban al horizonte.
El motivo del pánico era la luz: era
una esfera blanca brillante que levitaba a medio metro del suelo, evadiendo
arboles, ramas e insectos, la esfera era silenciosa y liberaba un extraño olor
a quemado mientras una ligera neblina plateada surgía desde la tierra que
estaba tras ella.
A la mañana siguiente, con el sol en
lo alto Hernando y otros hombres regresaron al bosquecillo y rehicieron el
camino de la luz atravesando los arboles hasta el lugar donde la esfera hizo su
aparición. Tal y como lo había predicho el chaman del pueblo: había un cuerpo
en descomposición esperando que alguien lo encontrara.
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