La gente se retiraba lentamente del
velorio, muchos habían ido para cerciorarse que el viejo Luis estuviera muerto.
Era un solitario por naturaleza, viviendo en el tercer piso de un viejo
edificio en el centro, tenía pocas visitas: un sobrino en segundo grado que
venía a verlo una vez cada dos meses.
El extraño exilio autoimpuesto por
el hombre era un misterio para todos, muchos creían que era alguna clase de demencia
o locura propia de la edad; pues se escuchaba al hombre hablar y gritarle a
alguien en su apartamento a pesar de su obvia soledad.
Las personas habían prolongado su
estancia como esperando si el secreto de Luis se hiciera visible en algún momento.
Pero cerca de la media noche la funeraria había quedado vacía, el ultimo empleado
acomodaba las sillas desordenadas por la gente, recogía algunos papeles que
habían quedado en el piso y juntaba los vasos en los que habían tomado café los
participantes. De reojo pudo observar la sobra de un hombre alto que esperaba
de pie junto al féretro.
Entró a la habitación del ataúd para
sacarlo, ya era hora de cerrar. Su rostro palideció y en cuanto entró a la
habitación dio media vuelta y se echo a correr en medio de la noche: En la
habitación sólo habían un ataúd cerrado y una sombra melancólica que lo
observaba desde la pared.
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