martes, 9 de diciembre de 2014

Día 304: Olor.


Ya fuese el conglomerado de su existencia, el conjunto de sus acciones, su alma descomponiéndose en lo más profundo de su carne o alguna extraña mezcla de sudor y lágrimas difícil de replicar, el olor de monseñor Barbosa era absolutamente llamativo: repúgnate para unos y medicinal para otros. El aroma del hombre llenaba una habitación como el océano llena un vaso de vidrio, produciendo columnas casi imperceptibles de un humo blancuzco y rebajado que emanaba de sus axilas y su coronilla.
El misterio que envolvía al hombre superaba la naturaleza aromática de su aura, venido desde Europa en un barco mercante a vapor, conocedor de al menos seis idiomas nunca antes recitados en la superficie de la isla, con la piel de un extraño color verde amarilloso que atribuía a una enfermedad hepática ganada en lo que Monseñor solía llamar “su juventud alocada”, con los ojos gastados tras unos gruesos lentes de marco delgado y unas manos retorcidas como garras de algún ave de presa próxima a su muerte.
Nadie cuestionaba al viejo, pues su extraña apariencia y peculiar aroma lo habían convertido en un personaje enigmático y temido a lo largo del territorio. Monseñor solía soñar con el regreso a un país europeo –nunca mencionaba cual y su manejo de los diferentes idiomas hacían difícil determinar su origen –hablaba de caminatas en la noche cerca de una playa de arena negra, de la vista de un amanecer tras un volcán nevado y tardes en las que el concreto hervía bajo los pies en pequeños pueblos cuyas todas sus casas eran réplicas exactas de la casa de nacimiento de un escritor poco conocido que había muerto atragantado con un vaso de leche.
Con el paso del tiempo sólo se podía llegar a la conclusión que a pesar de su gran conocimiento sobre idiomas y moral; además de su gran talento y amor a la hora de predicar la palabra de Dios –sea cual fuese el Dios que cada quien quisiera escuchar –Monseñor Barbosa no estaba del todo el cuerdo y ese olor casi tangible parecía ser producto de la locura que luchaba por salir de su cuerpo.
La noche del 28 de noviembre fue particularmente fría, la amenaza de lluvia –pese a que se había hecho presente desde la mañana – era sólo eso: una amenaza. Monseñor leía tranquilo un extraño libro de hojas amarillentas y frágiles, cuyos caracteres aún son tema de estudio; una brisa dulce con olor a café recorría las calles empedradas y el cantar de los grillos flotaba como telaraña en el aire viciado.
La tormenta empezó repentinamente, como si el cielo se hubiese descocido y todo su contenido cayese a la tierra, cortinas solidas como cataratas encerraron a los habitantes en sus casas y amenazaron con rebosar la capacidad del océano de contener más agua. Años después se haría evidente que la isla se hundió al menos cuarenta centímetros esa noche. Como si de alguna clase de bautizo se tratara, todo cuando existía en la isla resulto mojado hasta la fibra más íntima de su ser.

Cuando la lluvia paró tres días después, los habitantes salieron de sus hogares como marmotas asustadas de sus propias sombras para hacer un ligero inventario de lo que quedó después de tal diluvio. El aire de la isla estaba fresco y liviano como una nube que baja y se aposenta entre los árboles, había algo que faltaba similar a un viejo dolor que duele por ausencia y no fue hasta revisar el cuarto de Monseñor Barbosa que lo descubrieron: el anciano se había diluido, dejando tras de sí solo un viejo libro amarillento y un aroma que se desvanecía a cada segundo. 

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