Ya fuese el conglomerado de su existencia, el conjunto
de sus acciones, su alma descomponiéndose en lo más profundo de su carne o
alguna extraña mezcla de sudor y lágrimas difícil de replicar, el olor de
monseñor Barbosa era absolutamente llamativo: repúgnate para unos y medicinal
para otros. El aroma del hombre llenaba una habitación como el océano llena un
vaso de vidrio, produciendo columnas casi imperceptibles de un humo blancuzco y
rebajado que emanaba de sus axilas y su coronilla.
El misterio que envolvía al hombre superaba la
naturaleza aromática de su aura, venido desde Europa en un barco mercante a
vapor, conocedor de al menos seis idiomas nunca antes recitados en la superficie
de la isla, con la piel de un extraño color verde amarilloso que atribuía a una
enfermedad hepática ganada en lo que Monseñor solía llamar “su juventud
alocada”, con los ojos gastados tras unos gruesos lentes de marco delgado y
unas manos retorcidas como garras de algún ave de presa próxima a su muerte.
Nadie cuestionaba al viejo, pues su extraña apariencia
y peculiar aroma lo habían convertido en un personaje enigmático y temido a lo
largo del territorio. Monseñor solía soñar con el regreso a un país europeo
–nunca mencionaba cual y su manejo de los diferentes idiomas hacían difícil
determinar su origen –hablaba de caminatas en la noche cerca de una playa de
arena negra, de la vista de un amanecer tras un volcán nevado y tardes en las
que el concreto hervía bajo los pies en pequeños pueblos cuyas todas sus casas
eran réplicas exactas de la casa de nacimiento de un escritor poco conocido que
había muerto atragantado con un vaso de leche.
Con el paso del tiempo sólo se podía llegar a la
conclusión que a pesar de su gran conocimiento sobre idiomas y moral; además de
su gran talento y amor a la hora de predicar la palabra de Dios –sea cual fuese
el Dios que cada quien quisiera escuchar –Monseñor Barbosa no estaba del todo
el cuerdo y ese olor casi tangible parecía ser producto de la locura que
luchaba por salir de su cuerpo.
La noche del 28 de noviembre fue particularmente fría,
la amenaza de lluvia –pese a que se había hecho presente desde la mañana – era
sólo eso: una amenaza. Monseñor leía tranquilo un extraño libro de hojas
amarillentas y frágiles, cuyos caracteres aún son tema de estudio; una brisa
dulce con olor a café recorría las calles empedradas y el cantar de los grillos
flotaba como telaraña en el aire viciado.
La tormenta empezó repentinamente, como si el cielo se
hubiese descocido y todo su contenido cayese a la tierra, cortinas solidas como
cataratas encerraron a los habitantes en sus casas y amenazaron con rebosar la
capacidad del océano de contener más agua. Años después se haría evidente que la
isla se hundió al menos cuarenta centímetros esa noche. Como si de alguna clase
de bautizo se tratara, todo cuando existía en la isla resulto mojado hasta la
fibra más íntima de su ser.
Cuando la lluvia paró tres días después, los
habitantes salieron de sus hogares como marmotas asustadas de sus propias
sombras para hacer un ligero inventario de lo que quedó después de tal diluvio.
El aire de la isla estaba fresco y liviano como una nube que baja y se aposenta
entre los árboles, había algo que faltaba similar a un viejo dolor que duele
por ausencia y no fue hasta revisar el cuarto de Monseñor Barbosa que lo
descubrieron: el anciano se había diluido, dejando tras de sí solo un viejo
libro amarillento y un aroma que se desvanecía a cada segundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario