Con el pistilo al aire, derramando un aroma de apariencia oleosa, con
tintes de humo. El ramo de flores reposaba sobre un papel blanco perfumado con
esencia de jazmín: al lado derecho un
moño rojo sin hacer se disfrazaba como un trozo de seda enmarañado aun sin
arreglar.
Oscar siempre había considera las flores como un regalo clásico e
inmortal, memorable y al mismo tiempo voluble, pues rara vez duraba más de una
semana. En su opinión mostraban lo frágiles y temporales que son las relaciones
humanas, “nada dura para siempre”, pensaba mientras acomodaba el ramo en su
envoltura de papel.
Sin embargo esta petición era por demás inusual. “Quiero un ramo de
flores secas” pidió el cliente. “¿Quiere decir marchitas?” preguntó Oscar
extrañado. “No” respondió el cliente visiblemente molesto al otro lado del
teléfono “Las quiero secas”.
La verdad Oscar no veía la diferencia, es cierto que es ramo en
particular se veía momificado, como si hubiera sido extraído de alguna
catacumba milenaria, sujetado tal vez por una novia antigua en su lecho de
muerte. Oscar preparó el ramo con cuidado de no deshojar las cadavéricas
plantas o de romper sus resecos tallos. El ramo parecía alguna extraña imagen
sacada de una fotografía sepia del álbum de su abuela.
Intrigado por el pedido, Oscar esperó tras el mostrador de su tienda al
comprador, quien llego cerca de la hora de hora de salida. El hombre parecía
complacido por el trabajo realizado, pago la suma pactada y se dispuso a salir
sin más explicaciones.
-¡Espere! –Grito Oscar consumido por la curiosidad – ¿Para qué son las
flores?
El hombre se giró y lanzó una sonrisa centelleante
-Para mi oficina –El hombre levanto un poco las cejas y su nariz se
dilato por la emoción –Trabajo disecando animales.
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