La naturaleza humana se pone a
prueba constantemente, en un extraño proceso de selección natural, nuestras culturas
y agremiaciones enfrentan diferentes retos a lo largo de los años. Pero lejos
de probar nuestra capacidad de adaptación biológica, siempre es atacado nuestro
sentido de especie, de comunidad.
Las enfermedades que han arrasado
con la vida de innumerables seres humanos conllevan no sólo grandes avances farmacológicos
y en el campo de la ciudad a nivel de tratamientos y procedimientos. Sin
embargo son nuestras habilidades sociales las que fracasan estrepitosamente:
asignamos enfermedades a determinadas etnias como propias, cualquiera que
represente una ideología, raza, orientación o forma de pensamiento diferente es
rápidamente catalogado como fuente inequívoca de enfermedad y pestilencia.
Todos sus fluidos, sus excreciones, su propia presencia es letal, patógena y
merecedora de alguna clase de aislamiento.
Cada nueva epidemia es la oportunidad
de redescubrirnos como especie, de enfrentar una amenaza que no sea nosotros
mismo. En la etapa álgida de los brotes es natural cuidarnos como especien ante
la posibilidad de una extinción, sin embargo al pasar el tiempo los estiman continúan
y lo que se enfrenta al declive es nuestra humanidad como tal: Se empieza
poniendo tapabocas a los enfermos y se termina marcando una comunidad para
siempre.
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