Siempre había sido extraño verse a sí mismo fuera del espejo, hablar con
otra versión de él en las mañanas y porque no ver a este triunfar en campos
donde ya había fracasado. Pero no sentía odio, envidia o misterio por este otro
sujeto, era inevitable proyectar el amor que sentía por sí mismo a este sujeto.
Eran gemelos, esos afortunados ganadores de la lotería genética: una vida
que se divide y escoge dos rumbos, que se multiplica pero permanece unida a si
misma. Dos gotas de lluvia, un espejo frente al otro, un par de granos de sal;
así habían pasado toda su vida desde la tierna infancia donde parecía que se
comunicaban sin palabras hasta la vida adulta donde seguían rutinas iguales a
varios kilómetros de distancia.
El último jueves de Enero, camino al trabajo en una mañana lluviosa, el
gemelo mas joven –aunque fuera por sólo segundos –recorrió la calle medio vacía,
el torrente de agua que caía desde el cielo dificultaba la visión con una densa
cortina de humedad turbia. Un freno chirriante se escuchó en la esquina,
mientras un cuerpo caía en el pavimento húmedo. La muerte fue casi instantánea.
Tardaron dos días en encontrar un familiar, el gemelo mayor –aunque fuese
sólo por instantes –no había salido de casa desde el jueves, así que haciendo
uso de la fuerza la policía rompió la puerta de su casa, para encontrarlo
tirado en la sala, con la ropa del trabajo puesta, una taza de café derramada
por el suelo y marcas de llantas sobre su rostro.
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