El gran felino era toda una sensación: su cuerpo macizo y compacto que se movía
ágil y silenciosamente por el recinto.
Sus orejas pequeñas se movían lentamente como tanteando el lugar, su nariz húmeda
se achicaba y agrandaba con el paso del aire; pero era su cola la que mostraba
la vitalidad del animal: con movimientos repentinamente amplios, viajaba en
torno a las patas traseras del gato.
El sultán miraba complacido su más reciente adquisición, traer al animal
costó la vida de ocho personas y dos cajas de monedas de oro. Pero verlo pasear
por su recinto valía la pena, era la perfecta ejemplificación de como aquel
hombre se percibía a sí mismo: poderoso, majestuoso, indomable, su sola
presencia valía más que la vida de muchos. El sultán abandonó el lugar regocijándose
en su grandeza.
Los días pasaron y la actividad en el palacio había disminuido mucho, los
habitantes creían que el sultán se había obsesionado con el gran tigre, enseñándole
trucos y proezas que lo regocijaban durante horas. Así que en la noche de luna
llena, un grupo de hombres entraron furtivamente a la espera de ver el gran espectáculo
que proporcionaba el majestuoso animal.
Cuál sería su sorpresa al encontrar al felino recostado sobre la cama del sultán,
con el hocico manchado de sangre y trozos del pijama del hombre esparcidos por
la habitación.
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