Siempre escuche de mi abuelo, que una vez que uno se
hacía padre, era padre para siempre, incluso si el hijo moría; y mi abuelo sí
sabía de eso pues un incendio mato a tres de sus retoños. El motivo por el cual
recuerdo esta frase de la voz resquebrajada y somnolienta de mi abuela es
porque el Gran Gino ha salido corriendo con los pantalones abajo y ahora está
vomitando en el baño de mi bar. Gino, un
hombre de color que resaltaba por sus dos metros diez y sus ciento catorce
kilos que se movían mañosamente entre las personas. Su edad era difícil de
determinar pues más que marcas de expresión su rostro era un valle de
cicatrices y barba que lo hacían aún más aterrador. El pasado de Gino ni es de
mi interés ni de mi conveniencia, pues es obvio que las peleas y algunos
delitos no son extraños para el hombre, yo sólo lo identifico como el sujeto
que puede beberse una botella de ron de un solo trago. Para mi es obvio el
porqué de este repentino ataque de nauseas.
Todo comenzó hace doce años, cuando la última
“travesura” de Gino tuvo lugar, lo pongo entre comillas porque dos cargos por
intento de asesinato no son precisamente juego de niños. Todos estaban
sorprendidos por las acusaciones, nadie podía creer que alguien con las
dimensiones de Gino pudiera fallar dos veces. Gino se dio a la fuga, abandonó
la ciudad llevando solamente lo que traía puesto y el dinero de sus víctimas.
Creo que la persona que más lo extrañó –la única que
lo hizo para ser sincero –fue Mery, una pequeña de cuatro años que adoraba a su
padre. Exacto, no hay nadie que sea tan malo para no tener nada bueno, y nadie
tan bueno para no tener algo malo. De Gino podrán decirse muchas cosas, pero
nunca conocí a un padre tan devoto, esa pequeña era lo único que había
mantenido a Gino limpio los últimos años, pero todos cometemos errores y el del
Gran Gino fue fallar los disparos y dejar testigos que pudieran identificarlo.
Por otro lado la persona que menos lo extraño fue
Dalila, la madre de Mery, o como todos la conocíamos, la víctima de violación
preferida de Gino. No estaban casados y él no le mostraba el más mínimo ápice
de respeto. El único motivo por el que no se iba, era porque Gino le había
prometido matarla y destriparla si se atrevía a separarlo de Mery; obviamente
Mery no iba a dejar a su pequeña; y allí se quedó atrapada.
Gino se arquea en el baño y lanza graves bramidos,
como una bestia herida. Regresando al presente la pequeña Mery creció con el
estigma de ser la hija del gran Gino y Dalila murió hace dos meses con la paz
de saber que no volvió a ver a ese monstruo, cuyo único bien alguna vez
otorgado a la humanidad fue la pequeña niña.
Cuando Gino regreso, mas de diez años después no
parecía haber envejecido un solo día, pero parecía al menos diez veces más
macabro, como si se hubiera comido todas las almas de un cementerio. Tras
beberse siete de mis botellas y pagar
con dinero arrugado y caliente, me tomo por la camisa y prácticamente me saco
de detrás de la barra. “Quiero un mujer, ¡Ahora!” su aliento cálido y húmedo
casi me hace vomitar pues estaba lleno
de comida putrefacta y el olor a alcohol envejecido entre sus muelas.
Aguantando la respiración le señalo una puerta junto al baño de hombre, él me
deja caer y entra ansioso, prácticamente bajándose los pantalones desde antes
de entrar.
Pasan poco más de diez segundos antes que el gran Gino
salga pálido y sudoroso, sosteniendo el vómito con sus manos, sin pantalones y
con la camisa desabrochada. Igual de pálida, sale del cuarto una jovencita de
cabellos crespos y mirada curiosa; viva imagen de su madre Dalila. Pero no
piensen mal de mí, nunca habría prostituido a una menor de edad en mi bar, ella
es sólo una camarera del turno diurno, con la taberna es más un restaurante para
transeúntes.
-¡¿Quién era ese hombre?! –Preguntó la joven alarmada
que hasta hace unos segundos estaba cambiándose el uniforme de la escuela para
poder trabajar.
-Oh sólo alguien que acaba de ver su mayor miedo
frente a sus ojos –Le respondo mientras las arcadas de Gino llenan el lugar,
haciendo que algunos clientes dejen de comer y se miren con repugnancia.
-¿Y a que le tenía miedo? –Sé que no podre esconderle
quien es ese hombre, ella está en todo el derecho de saber.
-A pensar antes de hacer las cosas –Le digo entre
risas.
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